Diario de Mallorca

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El ingenuo seductor

La herida aliviada

Después de 80 años de búsqueda, de lágrimas, de frustración, de rabia, de rencor, es imposible sanar la herida. Lo único que queda es aliviar ese dolor

Trabajos de exhumación en la fosa común de Porreres.

El martes pasado recibí la llamada de mi hermana para darme la noticia. Se estaban exhumando los restos de la fosa común de la Guerra Civil en el cementerio de Porreres y ya tenían nuestro ADN para poder cotejarlo con los cadáveres. Para que comprendan lo que significa esa llamada debería empezar contándoles una historia familiar; una historia común a miles de familias de este país.

Francisco Tomás era mi abuelo. Era bibliotecario de la Casa del Pueblo de Palma de Mallorca durante la República. Estaba casado con Margarita, mi abuela, y tuvo cuatro hijos: Cristóbal, Francisca, Antonio y Francisco, mi padre. Cuando empezó la guerra se convirtió en un objetivo de los fascistas. Se refugió en la parte trasera de la vivienda hasta que una noche vinieron a buscarlo. Esas personas amenazaron a mi abuela y él optó por salir de su escondite y entregarse. Antes de que se lo llevasen detenido, besó a cada uno de sus hijos y tranquilizó a mi abuela diciéndole que regresaría a tiempo para la cena. No pudo cumplir su promesa. Le encerraron en la cárcel de Can Mir, el actual cine Augusta, y las únicas palabras que pudieron intercambiar desde aquel momento fueron las que caligrafió sobre el papel de sus cartas. La última la escribió el 17 de marzo de 1937.

Mi abuela contaba que estaba esperando en la puerta de la cárcel, intentando que le permitiesen entregar un paquete con comida, cuando vio salir un camión cargado de hombres. Preguntó por el destino de ese vehículo y le contestaron que iba a Porreres, que era un destino mortal, con la tapia de la iglesia como testigo de los fusilamientos. Poco le costó saber que su esposo ya no estaba en Can Mir. Invirtió todas sus fuerzas en buscarlo. Llamó a puertas que, por miedo, jamás se abrieron. Rastreó toda la ciudad preguntando, buscando una simple pista que le ayudase a conocer el paradero de su marido. La desolación la empujó a consultar en cementerios, poniéndole a su historia el peor final que jamás hubiese podido imaginar, pero ni así encontró respuesta. Mi abuela murió, décadas después, esperando a mi abuelo y fueron sus hijos, en especial mi tío Antonio, quienes intentaron recuperar su propia memoria encontrando los restos de su padre para poder darlos sepultura. Hoy, cuando las excavadoras ahondan en esa historia, ninguno de sus cuatro hijos puede verlo. Solo quedamos cuatro nietos con su ADN: mi prima, hija de Antonio, mis dos hermanas y yo.

Hace nueve años, en este país se aprobó una Ley de Memoria Histórica. Una ley que reconocía a todas las víctimas de la Guerra Civil y el Franquismo pero que no permitía la apertura de fosas comunes en las que aún yacen los restos de los represaliados por el bando nacional. Fue el Partido Popular, en aquel momento en la oposición, quien argumentaba, amparado por editorialistas afines y jerarquía eclesiástica, que esa ley y la apertura de fosas comunes abría heridas que este país ya había superado durante la transición. No deja de sorprenderme la capacidad humana para modificar el relato de la Historia. Recuerdo una entrevista del entonces candidato a la presidencia del Gobierno, Mariano Rajoy, en la que aseguraba que eliminaría todos los artículos de esa ley que hablasen de "dar dinero público para recuperar el pasado". Ya en el poder, dejó a la ley sin dotación económica en los Presupuestos Generales, que es una manera sutil de derogar sin provocar mucho jaleo.

Hoy, gracias al incesante trabajo de la Asociación Memoria Histórica de Mallorca, así como del resto de agrupaciones que trabajan por dignificar el recuerdo de los represaliados en España, se vislumbra un cierre justo a la historia de mi familia; a la de cientos de familias en la isla. Pero esta Ley para la Recuperación de Desaparecidos durante la Guerra Civil y la Dictadura Franquista, aprobada por el Parlament balear el pasado mes de mayo, ya llega tarde porque ni su mujer ni sus cuatro hijos han podido, en toda su vida, saber dónde estaba enterrado su marido y su padre.

Las heridas ni se cierran ni se abren. Las heridas se curan porque, de lo contrario, con la tardanza, comienzan las infecciones, el aumento del dolor y la aparición del tejido muerto. Ochenta años han pasado desde aquel horror. Después de ochenta años de búsqueda, de lágrimas, de frustración, de rabia, de rencor (sí, rencor, ¿por qué no decirlo?), de sufrimiento, es imposible sanar la herida. Lo único que queda en nuestras manos, en las manos de sus nietos, hijos y sobrinos, es aliviar ese dolor que se propaga con la velocidad de la injusticia. Es la memoria de los vencidos, de los represaliados, de los cadáveres que yacen en las más de 50 fosas comunes documentadas solo en Mallorca, la que debemos dignificar porque la otra, la de los vencidos, lleva décadas celebrándose, con todo tipo de honores, en calles, avenidas, plazas y monumentos. Solo espero que ahora logremos, en memoria de aquellos que ya no pueden, grabar su nombre en la lápida de la tumba.

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