El día que me compré la bicicleta en Pekín fue espectacular. Fue el premio al arduo trabajo de extra para anuncios de la televisión china; jornadas de diez a quince horas repitiendo tomas sobre la vida de Rubens, de un córner que termina en gol, o un grupo de espontáneos que, tras beber leche, invaden una piscina olímpica en medio del campeonato. Cada anuncio que hacia era de una temática muy particular y ése era mi trabajo: extra de anuncios. A fin de cuentas yo estudiaba chino en Pekín y mi economía seguía siendo la propia de un estudiante (algo mejor que el estilo de vida dickensiano que había llevado en Londres), por ello cuando cobré y me compré la bicicleta vi un universo de posibilidades abrirse ante mí. Hasta que aquel despistado conductor me atropelló con su Mercedes y dejó la bicicleta inservible, pero eso es otra historia.
Cogí el mapa y busqué algún sitio emblemático que me faltara por visitar: el Templo del Cielo. Me puse en marcha y tras hora y media pedaleando entre la polución, los coches y algún que otro barrio tradicional -hutong-, llegué al espacio sagrado. Este templo es un antiguo recinto de uso religioso adonde iba el emperador a hacer plegarías a sus dioses. Lo típico, axialidad, simetría, ostentación, etc. Todo muy bonito y muy nuevo, como si el emperador y su séquito estuviesen por allí escondidos.
Ahora bien, toda una estructura de madera recién pintada, con mobiliario "de la época" en su mayoría, le resta originalidad y autenticidad. Lo mismo, que la reconstruida Gran Muralla. Por el tremendo valor turístico que poseen, cualquier guía turística tiene a estos dos "nuevos" monumentos en la portada. Es como si en Palma reconstruyéramos nuestra muralla en todas las avenidas, el convento de Santo Domingo, la mezquita debajo de la catedral, etc. y luego le añadiéramos el mobiliario que supuestamente habría en la época. Quedaría espectacular, sí, pero tal vez falto de rigor. Bueno, algunos ya han probado estos métodos con pianos de Chopin y no les fue mal hasta que los descubrieron.
