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Pedro Zerolo nos hizo libres y más valientes a todos.

El ingenuo seductor

La ausencia

Siempre, tarde o temprano, vuelve a suceder - Por casualidad, la más inesperada de las razones, o por voluntad propia, en esos momentos impetuosos en los que decidimos poner orden y esa determinación siempre conlleva desprendernos de una parte de nosotros mismos - Supongo que cada uno gestiona la ausencia como puede - Yo lo hago renunciando a ella de la manera más ingenua que conozco

Esta semana, ante la agenda de mi teléfono móvil, observé el número de Pedro Zerolo. No puedo considerarme su amigo pero tenía su teléfono por cuestiones laborales, siempre ligadas a su activismo y a su defensa de los derechos humanos. Fui incapaz de borrarlo. El de Pedro y el de otras muchas personas que ya no pueden contestar a mis llamadas pero que el hecho de eliminar su contacto de la agenda me empuja hacia un vacío existencial que no deseo visitar. Siento que enviando el número a la papelera estoy cerrando una puerta, despidiéndome definitivamente de esa persona, dejando a la fragilidad de una memoria caprichosa la supervivencia de un recuerdo que, si mantengo su contacto en mi agenda, vendrá a sobresaltarme cualquier tarde, despertando una gratitud a la vida que me permitió, aunque fuera en pequeños espacios de tiempo, compartir con seres humanos tan excepcionales.

En mi agenda sobreviven los muertos. Incluso en mi redes sociales. Suena crudo, hasta demente, pero es así. Amigos, conocidos, familiares. Cientos de veces, por pura economía energética de la memoria, me he sentado a suprimir contactos que o bien pasaron por mi vida sin pena ni gloria o tuvieron un lugar en mi cotidianidad relacionado con un placer instantáneo y lógicamente efímero. Pero cuando llego a ellos, a los que ya no están, a sus nombres y apellidos, no puedo borrarlos, me niego a hacerlo. Como una pataleta infantil, como una obstinación gratuita, como un ajuste de cuentas con la propia condición humana, permanezco sereno, sin trazas de melancolía pero con la seguridad de que quiero esos nombres en mi agenda, aún sabiendo que ocupan una memoria estéril, que no les voy a poder enviar un whatssap y aguardar su respuesta, que ya no celebrarán más cumpleaños.

En neurología, hay pacientes con brotes epilépticos sutiles que se limitan a desconectar bruscamente de la realidad que les rodea. Dejan de hablar o de hacer lo que estaban haciendo, se detienen ante la vida, se aíslan en un paréntesis, no se mueven, hasta que finaliza la crisis y reinician su actividad como si nada hubiese pasado. A eso se le denomina crisis de ausencia. Tal vez sea eso, una crisis de echar de menos, un instante de recogimiento, de profilaxis cerebral, en la que reencontrarse con ellos, intercambiar cuatro vivencias para volver a ubicarlos en el espacio del collage que merecen.

Y ahí mantengo vivos a Dunia Ayaso, a Félix Romeo, a Manuel Toledano, a Miguel Ángel Balsa, a Carmelo (a quien aún conservo bajo su nombre de guerra: La Toyota),€ y ahora también a Pedro Zerolo, alguien libre y valiente que, como dijo el ex presidente Zapatero, nos hizo más libres y más valientes a todos.

La ausencia va más allá de ese sentimiento triste y saludable con el que transitamos el luto. Es algo más que experimentar el dolor. Es la falsa incertidumbre, el recuerdo inalterable. Dicen que la policía habla de ´ausencia´ cuando existe una inquietud, un desasosiego, relacionado con la existencia o no de un sujeto que se ausenta de su domicilio y la falta prolongada de noticias no da ninguna indicación sobre si ese hombre o esa mujer está viva o muerta. Nosotros sabemos que ese no es nuestro caso, sabemos dónde están (o no están) esas personas a las que echamos de menos. Y elijo voluntariamente renunciar a su ausencia manteniéndolos vivos en mi agenda telefónica. Puede que solo sea un acto simbólico con el que no afrontar la única verdad absoluta de nuestra existencia humana pero, en cualquier caso, es la decisión de alguien que necesita encontrarse con su pasado de vez de en cuando.

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