El Índigo, el local que durante cuatro décadas animó las noches palmesanas y se llegó a convertir en un referente en la oferta de ocio de la isla, desaparece entre los escombros, desde los que se levantarán unos apartamentos. Palma pierde así uno de sus rincones más emblemáticos, otro más, al igual que ocurriera con El Patio, Zhivago o Barbarella, un club que se inauguró mediada la década de los sesenta, gracias al dinero aportado por el escritor británico Robert Graves. Un establecimiento que sobrevivió a todas las modas, acogió a gentes variopintas, de todas las clases sociales y edades, fue testigo de futuros matrimonios y algunos divorcios, y al que se le consideró durante los primeros años de la Transición como una cueva de conspiradores.

El club Índigo Jazz abrió sus puertas en 1965 de la mano del batería Ramon Farran, quien fue pareja de Lucía Graves y hoy dirige la Orquesta Nacional de Jazz. Como escribe William Graves, "al regreso de Robert de América, él había dado a Ramon una suma sustancial de dinero para poner en marcha el club. A finales de aquel verano, el Índigo ya era tan popular que la afluencia de clientes seguía subiendo a pesar de que la mayoría de turistas habían abandonado la isla".

"Mi padre -añade Tomàs Graves- les ayudó a pagar el alquiler y reformar el inmueble. De lo que pasaba dentro poco puedo contar, porque yo tenía sólo diez años y no me dejaban atravesar la puerta".

El local, ubicado en una travesía en cuesta de la calle Joan Miró, fue antes de su conversión en club de jazz un establo de caballos, con los que su propietario, que vivía justo encima, bajaba a Palma a diario. Ramon Farran, siempre vanguardista, decidió colocar el escenario sobre el abrevadero, empleando para ello "cuatro tochos de obra".

En aquellos primeros años del Índigo era habitual encontrarse en su interior a Toni Morlà, quien pisaba a menudo su escenario acompañado de Errol Woisky, Toni Obrador -recientemente fallecido- y el propio Farran, todos ellos componentes del grupo Ramon 4.

"El escenario era muy pequeño -recuerda con memoria fotográfica Morlà-. Frente a él sólo había cinco o seis mesas, con sus taburetes de mimbre. El techo estaba forrado de hueveras, para conseguir un mejor sonido; y la puerta era de estilo árabe. Supongo que Farran la compraría en algún anticuario".

Los contactos de Ramon Farran se extendían a toda Europa, de donde traía a destacados músicos de jazz. "Los músicos mallorquines siempre íbamos al Índigo después de ensayar, deseosos de escuchar a aquellos excelentes instrumentistas con los que nos sorprendía a menudo Ramon", comenta Morlà.

En su opinión, Farran "fue un suicida al montar un club de jazz en Mallorca, fue una apuesta muy arriesgada, pero al final le salió bien la jugada".

Lo cierto es que la fama del Índigo traspasó fronteras y propició auténticas peregrinaciones desde lugares remotos. A modo de anécdota, Rafael Martínez, su último propietario, relata que una noche, a las seis de la madrugada, "a punto de cerrar, se me acercó un hombre que decía ser periodista del New York Times. Me contó que estaba recorriendo Europa en busca de los clubes más emblemáticos y me aseguró que lo que vio aquella noche en el Índigo sólo lo había encontrado en algunos locales del Nueva York más clandestino".

Toni Morlà, que en su espectáculo Memòries d'un picador que representa por la geografía mallorquina recurre al Índigo, asegura que "aquello era un picadero impresionante de extranjeras, señoras que sabían a lo que venían".

La aceptación del club fue tal entre los adictos a la noche, que el local, ya de por sí pequeño, tuvo que extenderse. Y lo hizo hacia el exterior -el calor era casi insoportable-, invadiendo la calle y escalando la acera de enfrente. "Se montaban largas colas y los clientes tomaban la calle copa en mano. Aquello eran los orígenes del botellón, con la diferencia de que nosotros lo dejábamos límpio", asegura Morlà.

Con el tiempo, el Índigo fue cambiando de rostros, pero el ambiente siempre fue el mismo, con alguna laguna marcada "por lo decadente, con jóvenes trasnochados a la caza de señoras de cierta edad", señala Laureano Arquero, quien codirigió el local entre 1977 y 1982.

"En aquellos años de la Transición acudían al Índigo gente joven y boyante, políticamente implicada. Aquel local, pequeño, diminuto e intimista, se llenaba de sindicalistas, abogados, médicos, enfermeras y políticos de todos los signos. Era un punto de encuentro. El lleno era habitual. Y ya podías acudir solo, que seguro acababas en compañía. Allí te comunicabas, aunque fuera por el roce", asegura Arquero.

'Cueva de comunistas'

En la época de la Transición, se conocía al Indigo como "la cueva de los comunistas", señala Morlà. "Las reuniones clandestinas eran frecuentes -añade Arquero-, en las que participaban gentes de vocación progre, lo más beligerante del momento. La noche del 23-F éramos cuatro gatos. Nos plantamos cara al golpe y decidimos que si tenían que cogernos que lo hicieran con las copas puestas".

Rafael Martínez confiesa que "la fama de rojerío nos persiguió hasta el final de nuestros días". También la de "garraferos, algo que siempre nos molestó porque nunca servimos una segunda marca", de lo que pueden dar fe, entre muchos otros rostros conocidos, Javier Krahe, Joaquín Sabina, Jaume Sisa, Manuel Vázquez Montalbán, José Luis Balbín o Ramón Aguiló.

De aquel local alegre, divertido y con encanto, hoy no queda nada, únicamente sus escombros. "Las presiones externas llegaron a ser insoportables", asegura Martínez. "Cumplíamos con todos los permisos y normas de seguridad, pero la policía nos visitaba a menudo. Hasta tres veces por noche, multando a todos los coches de los clientes. El segundo carril del Passeig Marítim fue definitivo. No podíamos seguir, no había capacidad de reflote".

Aunque su último propietario ya prepara la apertura de un nuevo Índigo, la pena que le invade es "enorme. Fueron dieciséis años maravillosos, irrepetibles. El Índigo resistió a todas las modas y marcó una época y un estilo. Es una lástima que las instituciones no hayan evitado su trágico final. En otro país hubiera sido protegido y evitado su derrumbe".

A diferencia de Martínez y Morlà, quien hubiera aplaudido la creación de un recorrido turístico centrado en la noche, "en el que la visita al Índigo sería obligatoria", el ex propietario Laureano Arquero no muestra ningún tipo de lamento ante su desaparición. "Nunca me han apenado las rocas y lo cierto es que el Índigo había periclitado, y cuando muere el corazón, entran las apisonadoras".

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Catálisis.

MATÍAS VALLÉS.

Coalescencia

Allí no había sitio para estar separados, te habías marchado antes de llegar. Las gotículas aisladas se aglutinaban -coalescencia-, y de ahí al divorcio va un paso. Fábrica de parejas, donde la izquierda mallorquina cabía entera porque abultan poco. Tenías tan cerca a las mujeres bellas, que no había forma de alcanzarlas, taponado como estabas por los cadáveres que dejaban a su paso. Caverna y tabernáculo, local sólo para fumadores, retrata el abismo entre Douglas y Graves, que nunca quiso estafar a los mallorquines. De ahí que el Indigo esté por los suelos, y Costa Nord también.