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Ensayo

Al otro lado del espejo

El filósofo Antonio Valdecantos asedia la necesidad de la escritura desde la obligación de no escribir

Bárbara Jacobs, viuda de Augusto Monterroso.

A principios del siglo XX, el literato Hugo von Hoffmansthal publicó una carta imaginaria en la que un desconocido escritor y lord del XVII anunciaba solemne su decisión de dejar para siempre de escribir. La razón última de su estridente silencio era la impotencia para expresar lo inexpresable o, lo que es lo mismo, para hacer hablar a las cosas mudas. Otro escritor del siglo XVII, pero este real y bien conocido, Jean de La Bruyère, sentenciaba que la gloria de ciertos hombres es escribir bien y la de otros no escribir en absoluto. Ninguno de estos dos modelos literarios de agrafía se corresponde con el que Antonio Valdecantos asedia en este ensayo, pero comparten parcialmente con el suyo la doble misión, poética (luego retórica) y moral, que le asigna. Con precisión de entomólogo, Valdecantos desmenuza el concepto y la palabra misma de ágrafo con el alfiler de su acerada escritura, para recomponer un breve y sustancioso tratado de hermenéutica, a contracorriente de lo que se ha dado en llamar literariedad de la literatura.

Desde el exquisito prólogo de Cuesta Abad, el libro nos recuerda la paradoja de estar firmado por un escritor pertinaz, autor de una lista de obras que sorprende por su ritmo de publicación y su calidad inquebrantable. La ironía, pues, tiene que ser aquí una cuestión de principio, más que de estilo, comenzando con las excusas del autor por la inconsecuencia de elogiar por escrito las virtudes que necesariamente incumple. Ese guiño previsible es el primer movimiento de un escribir que aspira a des(es)cribirse, como si encerrase su propia negación. El segundo es la exclusiva definición de un ágrafo cuyo título no está al alcance de cualquiera: no puede ostentarlo el que deja sin más de escribir, sino el que debe su renuncia a una devoción sagrada por la letra impresa. "Juez en vigilia perpetua", el ágrafo genuino seria un asceta acuciado por la prohibición de expresar lo que realmente importa. Superponiendo dos imágenes dignas de un Monterroso: la del escritor que nunca escribe y la del lector que nunca lee, el ensayo nos convence de que la renuncia del ágrafo termina por afectar también a sus lecturas, cada vez más disminuidas, bien por admiración de que alguien logre lo que para el sería milagro, bien por repudio hacia la escoria alejada de lo que debería ser escrito, o mejor dicho, publicado.

En efecto, la no publicación es la contraseña de este ascético sabio cuya versión universitaria evocará a más de uno rostros familiares de docentes celebrados por su facundia en las aulas y su mutismo en las imprentas. El profesor Valdecantos reproduce a irónica distancia la inquina que despiertan esas almas libres que se niegan a engrosar sus sexenios con mostrencas publicaciones propias de "hacendoso ganapán universitario"; pero, al mismo tiempo, recrea el alma narcisista del personaje, describiéndolo como un moralista voyeur, que reprueba por impostores a todos los que publican, mientras se repite a sí mismo: "debo, luego no puedo". Una vez atrapado el demonio, o el ángel, de la agrafía, Valdecantos lo vuelve del revés para rastrear en sus razones los motivos escondidos de la (y su) escritura y las potencias ocultas de la lectura: la (im)posibilidad teológica y retórica de la creación literaria, la necrosis de la vida convertida en materia de la literatura, o la recta interpretación como búsqueda imposible de aquellos lugares del texto en que la agrafía podria haber estallado y, sin embargo, cedió para dejar escribir algo, siempre peor que lo no escrito. Mientras que quien no escribe se contenta con mirar el fantasma de su obra en el espejo de lo que nunca publicó, el grafómano Valdecantos, con insuperable sintaxis y excepcional olfato etimológico, logra mudarse en la imagen de su fantasma ágrafo, asistido por los espectros de Montaigne, Leibniz, Dionisio Aeropagita, Valente y otras felicísimas lecturas a mano. Con semejantes prendas al lector no le queda más remedio que amistarse con el escurridizo autor y seguirle al otro lado de su espejo.

ANTONIO VALDECANTOS

Misión del ágrafo

Traducción de María José Díez

LA UÑA ROTA, 160 PÁGINAS, 14 €

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