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Narrativa

Una vida de cabra

En un momento de la posguerra, cuando aún están bien vivos los recuerdos de la ocupación alemana, un párroco escribe sobre un caso "particular" que tuvo en su carrera

José Ángel González Sainz, traductor de ´Casa ajena´ y participante en las Converses de Formentor.

Estaba en un pueblo colgado de los Apeninos, que en invierno quedaba no pocas veces incomunicado por la nieve. No había muchas cosas que hacer allí además de asistir al cambio de las estaciones con tolerancia y buen humor. El pueblo tenía nombre, Montelice, y este era el único lujo que podían exhibir sus pobres habitantes. Pues el silencio, la quietud, la belleza que nadie cuestionaba ni celebraba, eran lujos superfluos, es decir, incomestibles. Uno no se puede arropar con el silencio, distraer con la quietud, y la belleza es ahí por donde uno pasa para ir a trabajar de sol a sol, un paisaje con figura. Aquí la figura es una mujer de sesenta y tantos años, llamada Zelinda, a quien el párroco un tanto socarrón observa desde el momento que le ha ido a ver para no se sabe qué. Esta mujer tiene una cabra que va siempre con ella. Se dedica a lavar trapos viejos y tripas en una pequeña alberca, menos en esos cuatro meses largos que todo en Montelice y alrededores se detiene mientras pasa por ahí con su ejército innumerable de nieve el general invierno y "la gente se queda abajo en las cuadras mirando la lluvia y la nieve. Igual que los mulos y las cabras".

Zelinda le fue a ver a la sacristía para preguntar algo pero lo que ha dicho ha sido una excusa, y el cura lo sabe. No se ha atrevido a decirle lo que quería decirle. Desde ese día, él no tendrá descanso. Vivirá pendiente de sus movimientos y esperará con una paciencia sin sosiego que ella regrese y por fin hable, aunque tema y mucho lo que vaya a decirle. Lo teme porque intuye (o mejor, el lector intuye, pues el autor no lo deja ver) que lo que esa pobre mujer que no tiene donde caerse muerta le va a plantear será el gozne de su vida, y no sabe cómo responderá, si podrá estar a la altura de las circunstancias.

¿Cómo un argumento así puede conmover tanto? ¿Qué tiene este relato que nos enfrenta a nosotros mismos, como hace enfrentarse al cura con su propia imagen en el espejo? Tiene, desde el punto de vista formal, un perfecto ensamblaje de estilo, tono y tempo. Esas tres características que en realidad son solo una se apoyan en la falta de énfasis, en el uso ligero de la metáfora, en escoger eso que otro autor italiano, Claudio Magris, sostiene que es la médula de una narración, es decir, lo que "no" vamos a contar. Y así, el lector transita por un paisaje de elipsis y suspense. ¿Qué ocurre entre el cura y Zelinda? El narrador está fascinado por esa mujer, parece como si en ella se reuniesen los principales misterios de la existencia. Nos envuelve en una atmósfera de atención y espera mientras el universo gira gracias a unas pocas frases sencillas dejadas caer como piedrecitas que ruedan desde la cumbre de la montaña: "En aquel momento vino de la calle un ruido de esquilas de bronce y un murmullo como de alfalfa que se extendía por toda la calzada, y una infinidad de pisadas ligeras, y balidos."

Silvio D´Arzo es el seudónimo de un escritor de Reggio Emilia que murió desconocido a los 32 años. Tuvo tiempo de dejarnos esta joya casi sin parangón en la literatura italiana. Es una obra de madurez, la de alguien que supo despojar un relato de lo prescindible y quedarse con lo esencial. Y hacerlo de una manera elegante, discreta, humilde. De esta manera entró en ese espacio inefable que se reserva a la literatura, esa casa ajena donde "las cabras se asoman a las puertas con unos ojos que se parecen a los nuestros".

SILVIO D´ARZO

Casa ajena

Traducción de J. A. González Sainz

MINÚSCULA, 128 PÁGINAS, 12 €

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