Si en Carnaval, en los días previos al inicio de la abstinencia, la cocina tradicional se distingue por su abundancia, para aprovechar cuanto queda de carne de cerdo, en la Cuaresma y Semana Santa lo hace por su austeridad. Hace años, era tal la obsesión por el cumplimiento de abstenerse de comer carne, que era frecuente, para evitar tentaciones y cumplir de manera escrupulosa con el precepto, limpiar la cocina y fregar platos, ollas y parrillas con el fin de eliminar cualquier resto de carne o de grasa.
La llegada de la Pascua significa una ruptura con una cocina basada en verduras, legumbres y pescado para entrar de lleno en el consumo de carne, preferentemente de cordero o cabrito. La fiesta, llena de simbolismos religiosos, entronca con la tradición judía de la que derivan parte de la liturgia y de la gastronomía, formando parte de un mismo cuerpo ritual.
Días antes de Pascua, en toda la isla se sacrificaban gran cantidad de corderos y su carne protagonizaba la mayoría de platos de una cierta categoría, pero también platos "menores", para hogares más humildes, realizados a partir de las piezas menos valoradas del animal, como las sopas de Pascua o las tradicionales freixures. Aparte del cordero al horno, en calderetas o cazuelas, su carne era la base de las empanadas. Y con la leche de las ovejas se preparaba el requesón, indispensable para robiols y flaons.