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Impresiones otoñales

El discurso

El discurso

Una amiga mallorquina, hija de quien organizó todos los viajes de la familia Cela durante toda su estancia en la isla, me manda el vídeo en el que se recoge el discurso pronunciado por Leonard Cohen con motivo de recibir, y agradecer, el premio Príncipe de Asturias cuando aún se llamaba así. Los Príncipe, o Princesa, de Asturias son unos premios que se dedican a ganarle por la mano al Nobel; otorgan el homenaje a quienes años más tarde lo recibirán en Estocolmo. En el caso de Cohen, no sólo se anticiparon sino que dieron toda una lección a la Academia sueca. ¿Acaso es siquiera comparable el contenido poético de la obra de Leonard Cohen con la de Bob Dylan?

Si alguien mantiene duda alguna, que vea el vídeo del discurso de Cohen. El poeta y músico canadiense, vestido con traje oscuro y corbata negra, ni siquiera necesitó leer sus palabras; las dijo de memoria, como corresponde a aquello que sale del alma. Y dedicó su discurso a narrar un episodio crucial de los inicios de su carrera. Yendo por un parque de Montreal, se topó con un guitarrista que tocaba los acordes de una pieza de aires flamencos. Cohen, fascinado y, a la vez, contrito porque en ese mismo momento se dio cuenta de que jamás sería capaz de sacar semejantes sonidos de una guitarra, se acercó al hombre del parque e intentó hablar con él. Era español y no sabía una sola palabra de inglés, así que tuvieron que charlar en francés, lengua que, según confesión de Cohen, tampoco puede decirse que hablase bien ninguno de los dos. Pero se entendieron lo suficiente como para que el guitarrista flamenco aceptase dar clases al que llegaría a ser figura excelsa de la poesía vertida en música y compromiso.

Fueron pocas esas clases. Al cabo de apenas un par de ellas, el español no se presentó en casa de Cohen. Al llamar éste por teléfono a la pensión en que se albergaba su profesor le dijeron que se había suicidado.

En el discurso, que hace saltar las lágrimas, Leonard Cohen cuenta que aprendió de su maestro sólo cinco o seis acordes pero confiesa que son el fundamento mismo de toda la música que compondría después. Ahora que Cohen también ha muerto, y podrá volver a hablar en un francés miserable con el guitarrista flamenco que nos hizo a todos un corte de mangas, es el momento adecuado para agradecer al jurado de aquel premio Príncipe de Asturias que supiese darnos la lección de honrar al canadiense. Si podía dudarse de la capacidad de verter la poesía, la emoción última, en un rasgueo de cuerdas afinadas por un español al borde del suicidio, oír el discurso de Cohen resuelve todas las dudas. Yo no sé si los académicos suecos conocen y consideraron la obra del músico canadiense, ni tampoco tengo idea alguna acerca de si Bob Dylan, cuando reciba el dinero del premio Nobel (que es lo único que le anima a aceptarlo), se acordará siquiera por un instante de él. Lo que sí sé es que el agradecimiento manifestado por Cohen al recibir el premio Príncipe de Asturias -hacia toda España, porque no sabía de dónde era el guitarrista flamenco- no es sino un reflejo pálido de la gratitud que se siente hacia Leonard Cohen al oír su discurso admirable. Primero hay que tomar Manhattan; ya lo haremos luego con Berlín. Cohen nos lo dijo. Y no sabíamos qué quería decir ese verso hasta que nos contó la historia del guitarrista flamenco en Montreal.

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