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Impresiones otoñales

Al volante

Al volante

Adopte usted una autopista. En California los ciudadanos tienen la oportunidad de hacerlo si así lo quieren. Como todo lo que sé a tal respecto viene de haber echado un vistazo al cartel que ofrece las adopciones mientras circulaba por la Interestatal I5 que lleva desde Los Ángeles a San Diego, 120 millas tanto de ida como de vuelta, no sé cómo se realiza el trámite, ni cuánto cuesta el capricho, ni si es posible darle tu apellido al retomo adoptado. La curiosidad mató al gato, dicen también por aquellos pagos, y el riesgo es mayor aún con el tráfico que circula por las interestatales californianas. En algunos tramos la I5 tiene ocho carriles en cada sentido y la mayor parte del tiempo van repletos de automóviles, furgonetas y camiones que circulan, eso sí, todo a la misma velocidad. Hace muchos años, cuando fui con la televisión a filmar la Copa América de vela que enfrentaba a neozelandeses y norteamericanos en aguas de la bahía de San Diego, tuve que conducir el automóvil durante todas y cada una de las 120 millas justo al lado de un camión gigantesco, como el asesino de la primera película de Spielberg. Veía por el rabillo del ojo izquierdo la rueda inmensa, más alta que nuestro coche, que apenas avanzaba o retrocedía unos metros de vez en cuando. Como por añadidura acabábamos de aterrizar en Los Ángeles y para mi cuerpo serrano eran las tres de la madrugada (hay nueve horas de diferencia entre California y España), la experiencia no fue de las más placenteras que recuerdo.

En el otro plato de la balanza, el comportamiento de los californianos al volante suele ser ejemplar. Respetan de forma escrupulosa los semáforos, te facilitan que cambies de carril si lo necesitas -nadie lo hace de no precisarlo-, aguardan con paciencia en los embotellamientos y es rarísimo que alguien haga sonar la bocina. Igualito que en El Cairo, donde todo el mundo toca el claxon todo el tiempo. Aun así, he de decir que El Cairo me encantó.

Pero no para conducir por sus calles, claro es. Aunque, pese a la educación generalizada, tampoco es fácil hacerlo en California. Es una bendición que exista el GPS, la máquina que te orienta por la maraña de los cruces de las autopistas y recalcula la ruta cuando te equivocas, que lo haces. Gracias al GPS es posible no convertir en un suplicio la búsqueda de alguno de los centros comerciales que reúnen los comercios, todos ellos con su aparcamiento gigantesco al lado. Por la calle no hay tiendas en Orange County, el condado donde está la universidad de Irvine, UCI, y tampoco es posible aparcar junto a las aceras. Ni siquiera en el campus de la UCI; es más, en la zona residencial del campus te advierten que tiene la consideración de zona reservada para los bomberos, con lo que si dejas el coche allí la grúa tarda un instante en llevárselo.

Conducir respetando las reglas, cediendo el paso a los peatones incluso fuera de los pasos de cebra -que, de hecho, no abundan-, tomándose las cosas con paciencia y aguardando el turno para pasar los cruces por orden lleva a una sensación de extraña calma al volante. A veces incluso te olvidas de que en California se puede girar a la derecha con el semáforo en rojo y entonces el de detrás te advierte con una especie de susurro, no vaya a ser que seas extranjero y no lo sepas. Como, por cierto, es el caso.

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