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Impresiones primaverales

Tarjeta

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La llegada por correo de la tarjeta censal te recuerda el derecho al voto en las elecciones para las Cortes Generales de este mes. Lo que no hace es darte razones para que conviertas ese derecho en un deber. La legislatura fallida que padecimos desde diciembre del año pasado a mayo de éste y la reiteración de unos y otros en sostener que todo sigue como hace seis meses, sin necesidad alguna de cambiar ni las mentalidades, ni la voluntad, ni los argumentos, lleva a que el fantasma de la abstención sobrevuele la cita electoral del día 26. Con el añadido aún peor de que sólo los muy seguros de sí mismos saben a quién habrán de votar y, sobre todo, por qué.

Ese panorama tan borroso como preocupante se suma a las barbaridades que se suceden en Barcelona entre los llamados okupas y la llamada alcaldesa; se diría que unos y otros ven intercambiable su papel, quizá porque ninguno de ellos ha leído con provecho a Hobbes. Fue el filósofo inglés el primero, que yo sepa, que planteó esa verdad dura y difícil de tragar pero ineludible que concede al Estado el monopolio de la violencia. Se han probado varias otras fórmulas pero al final aparece el Leviatán como única garantía para no caer en el desgobierno.

Un cínico podría preguntar, a estas alturas, qué diferencia existe entre un desgobierno y un gobierno en funciones. A juzgar por la frivolidad con la que se toman según qué autoridades el ejercicio de su cargo habría que concluir que muy pocas, si existe alguna. Pero caben pocas dudas sobre lo estrecho de este trampolín en que estamos metidos desde finales el año pasado. Otro fracaso en la tarea de elegir presidente del reino sería el último porque, entre otras razones aún de mayor peso, la Constitución no concede poderes al Jefe del Estado para disolver de nuevo las Cortes si sus señorías repiten el espectáculo bochornoso de las líneas rojas y la incapacidad para ponerse de acuerdo. ¿Serviría de algo cambiar el voto anterior, el que depositamos en las urnas en diciembre del año pasado? Las encuestas dicen que una mayoría abrumadora de ciudadanos está convencida de que no. Salvo que esos muestreos se equivoquen al transformarse en predicciones, quienes acudan a las urnas harán lo mismo y quienes se abstengan nos lo pondrán aún peor.

A lo mejor sí que habría un cambio en el voto si los principales partidos políticos, ya saben, los cuatro en los que están pensando, se pusieran de acuerdo en explicar cada uno de ellos lo que haría si llega al poder. Por ejemplo, que medidas tomarían ante los sucesos de Barcelona. O qué piensan de Hobbes si, además de saber quién es, que la Wikipedia está al alcance de todos, lo han leído. Hobbes hoy día, es decir, el Estado como monopolizador de la violencia, sería sin duda un debate interesante a condición de que los candidatos a presidente se lo tomaran como una discusión seria y no como un casting para una cadena televisiva. ¿Esperanzas de que eso suceda? Ninguna. ¿Miedos por lo que puede pasar? Todos. Y quien no se lo crea, que acuda a una fuente aún más fácil, la de Mafalda. Aquellas tiras de Quino en las que la niña va a casa de su amiga Libertad y ve al padre de ésta llorando. ¿Porque no sabe a quién votar? No. ¿Por qué cree que aquél a quien vote no ganará? Tampoco. Llora porque teme que su voto apoye a quien al final vaya a alzarse con la victoria.

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