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Oblicuidad

Francis Bacon amaría este robo

Francis Bacon amaría este robo

Francis Bacon es uno de los filósofos más destacados del siglo XX, a la altura de Wittgenstein, Bobby Fischer o Snoopy. También es el más cotizado de los pensadores citados, gracias a una obra pictórica que fingía despreciar, hasta el punto de enriquecerla con los orines o el semen de sus amantes sadomasoquistas. Estas efusiones creativas le han convertido en el pintor más cotizado de la historia. Merece su precio, deben admitirlo incluso quienes prefieren su palabra a las telas que siempre pintaba por la parte del lienzo sin desbastar.

Habría que remontarse a Caravaggio, para encontrar un pintor con la intensidad vital de Bacon. Derrochó fortunas en fajos de billetes, perdió en todas las ruletas. El trasnochador impenitente amanecía con frecuencia apaleado en un callejón. Nada podía hacerle más feliz, de ahí los ojos entumecidos de sus retratos inigualables en formato de 35,5x30,0 centímetros. Sorprendido al entrar en la carnicería de no ser una de las piezas de carne colgadas de los garfios, esta transposición fundamenta una trayectoria sin parangón.

El asmático genial impuso siempre su santa voluntad. Tenía 82 años cuando el médico le vaticinó que moriría si volaba a Madrid para encontrarse con su última pasión, un español. El doctor acertaba en el pronóstico, pero no evitó el viaje mortal. El último gran pintor clásico fallecía a solas en una clínica madrileña. Su foto postrera muestra una etiqueta con su nombre anudada al pulgar. Una pieza de carne.

Durante años se cultivó con esmero la confusión del amigo español de Bacon, hasta el punto de identificarlo erróneamente con un ilustre banquero adoptado por la capital. El financiero tenía que pagar por sus bacon, la generosidad del pintor se reservaba a sus parejas. Ahora llega la noticia de que cinco de las obras heredadas han sido robadas en Madrid, un día en que los ladrones debieron dar reposo al chalet de José Luis Moreno.

La sinceridad sanguinaria de Bacon nunca hubiera perdonado que la solidaridad con el desposeído impidiera captar la ironía del robo póstumo. Era muy fácil llevarse solapadamente una obra del pintor dublinés de su caótico estudio londinense. Hasta sus galeristas acudían prestos a retirar los lienzos, que la suprema exigencia del artista hubiera condenado a la destrucción. Para pagar sus cuantiosas deudas, Bacon no se ruborizó al firmar más hojas en blanco que Dalí, lo cual siembra de dudas las atribuciones y autentificaciones. De ahí que la parte más borrosa de este latrocinio sea la cuantía exacta del botín.

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