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El ingenuo seductor

Once horas después

Las elecciones han dejado una complicada situación que hace difícil formar gobierno - Nueve millones de personas no se han tomado la molestia de votar

Once horas después

Escribo esta columna once horas después de que el Partido Popular saliese al balcón de su sede, en la calle Génova de Madrid, para celebrar los más de siete millones de votos que le convierten, tras cuatro años de corrupción masiva, de asalto a la Sanidad y la Educación públicas, de abusos y desigualdad, en la fuerza política más votada. Cuando usted lea esta columna gozará de una información que yo no dispongo ahora. Sabrá más de conversaciones y pactos de lo que yo sé en este preciso momento, que subsisto transformado en una escultura de carbonita como le sucedía a Han Solo en El imperio contraataca. Sí, estoy intentando que los acontecimientos no empañen mi sentido del humor.

Escribo esta columna once horas después de escuchar a Mariano Rajoy pronunciar las palabras mágicas "intereses generales de España". Cuando alguien del PP pronuncia esas palabras, un demócrata se da a la bebida. Supongo que eso hacían Bárcenas, Blesa, Rato, Fabra, Matas, Granados, Moreno, Mato, y los más de 200 imputados relacionados con ese partido: trabajar por los "intereses generales de España". Escribo cuando aún en mi mente resuenan los ecos de unos cánticos tan añejos que avinagran. Las Nuevas Generaciones no pueden ser tan nuevas si lo único que se les ocurre corear tras su amarga victoria es "yo soy español, español, español". Debe ser que los demás somos de Saturno. Ya lo cantaba Víctor Manuel hace 34 años: "por repetir su nombre no te armas de razón. Aquí cabemos todos o no cabe ni Dios".

Escribo esta columna catorce horas después de soñar con un país mejor, más honesto, más justo, más decente. Soñé con unos habitantes comprometidos y responsables con su historia. Algo me había devuelto la fe. Soy vulnerable a los espejismos. He ido a todo tipo de fiestas y reuniones de amigos. En ellas he visto desde festivales de Eurovisión a entrega de Goyas, desde finales de fútbol hasta finales de Operación Triunfo, desde entrega de Oscars hasta cierres de temporada de Perdidos. Pero nunca me habían invitado a fiestas para ver los resultados electorales. Y este año estaba convidado a tres. Eso me hizo pensar, entre otras muchas cosas, que este país había vuelto a recuperar el interés por la política, como ya dejaba entrever las audiencias de los debates. Algo de eso reposa en el índice de participación: un 73%, cuatro puntos más que en 2011. Pero yo, que aún siento el cosquilleo de la emoción cuando introduzco la papeleta en la urna, me entristezco cuando veo que existen casi nueve millones de personas a las que les damos igual. Nosotros y el país. Porque no votar es un acto de insolidaridad. No votar, en un sistema democrático y parlamentario, no puede ser una opción. Como no lo es no escolarizar a tu hijo o no respetar los derechos humanos. Me sorprende que aún haya nueve millones de españoles que no comprendan que la única forma de cambiar las cosas es votando. De hecho los resultados electorales, con la irrupción de dos nuevos partidos y la ausencia de mayorías, es el principio de un cambio que hemos construido todos. Todos los que creemos en el poder transformador del voto. Hoy en día, en este país, no votar es un insulto a la memoria histórica. Y ya ni les cuento lo que me provocan los graciosos que convierten su voto en nulo por confundir su indignación con rodajas de chorizo o recortes de prensa sobre corrupción. Eso solo llega al presidente de mesa, no al del Gobierno. A veces pienso que nos falta madurez democrática para entender que la indignación se demuestra votando.

Escribo esta columna once horas después de leer en las redes sociales, y en algunos artículos escritos desde la inmediatez, que España tiene lo que se merece o que el panorama resultante de las elecciones resulta ingobernable. No puedo estar más en desacuerdo. Primero porque los votantes del Partido Popular no tienen lo que se merecen; tienen lo que querían. Y los demás, los del resto de opciones mucho más críticas con estos cuatro años insolentes, no nos merecemos repetir la fórmula. Creo que si hay alguien que se merece ese tipo de legislaturas son precisamente los abstencionistas, aquellos que creen que no participar les hace inmunes a las injusticias del sistema. Debo ser un romántico cuando pienso en las personas que han muerto en este país, que han sido encarceladas y torturadas, por defender mi derecho al voto. Solo pensar que mi abstención es una burla a su muerte me impide quedarme en casa viendo una peli. Pero cada vez tengo más claro que mis principios no son válidos para todo el mundo.

Y en segundo lugar, no podemos llenarnos la boca con la palabra ´diálogo´ cuando somos (son) incapaces de dialogar. No podemos presumir de mano tendida cuando lo único que dejamos adivinar es que un escenario plural es ingobernable. Las mayorías absolutas no son sinónimo de estabilidad; son sinónimo de absolutismo. No digo que sea fácil, porque cada uno de los candidatos tiene la responsabilidad máxima de no traicionar a su electorado, pero es un error hablar de "ingobernabilidad" cuando aún no hemos tenido la oportunidad de gobernarnos. Y, en cualquier caso, si realmente fuese imposible -que incómoda palabra- el trámite parlamentario de una ley, volvamos a convocar elecciones. Solo espero que entonces haya nueve millones de personas un poco más solidarias.

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