Diario de Mallorca

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Impresiones otoñales

Ciudades

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Habré estado infinidad de veces en Barcelona. Me licencié y me doctoré en su universidad central, luego de que tuviese que salir por piernas de Madrid cuando, en tiempos de Franco, me procesó el llamado Tribunal de Orden Público (no se ahorraba ninguna mayúscula), encargado de perseguir a vagos y maleantes. En Barcelona se encontraban las editoriales que publicaban la mayor parte de los libros de mi padre en los años en que la familia entera vivía en Mallorca y hasta que se fundó, gracias a la benevolencia de Jesús Huarte y a la falta de sentido común de mis tíos Juan Carlos y Jorge, la editorial Alfaguara. En Barcelona tiene su sede el club náutico del que salían, en tiempos, los Campeonatos de España de vela, la Asociación de cruceros que creó la Copa del rey y la revista de Enrique Curt, Skipper, que organizaba la regata de las Mil Millas. Y, ¿qué decir del Liceu y del Palau si se trataba de asistir a una ópera? Barcelona era, en suma, el lugar natural para poner el pie camino de casi cualquier lugar de Europa al que no se llegase en avión sin escalas y, por añadidura, el sitio más cercano en el que te sentías metido de lleno en la fauna urbana.

Cuando comencé a dar clases en la facultad de Palma, la de Son Malferit, ésta pertenecía a la universidad de Barcelona y, un tanto de rebote, me vi metido en su junta de gobierno yendo de vez en cuando a sus reuniones de allí, de Barcelona, en la época en la que el rector era Fabián Estapé, durante su segunda etapa en el cargo. Nunca olvidaré la manera como Estapé llevaba adelante aquellas juntas, sin decir apenas palabra ni perder la paciencia ante quienes hablaban y hablaban, repitiendo hasta la saciedad los argumentos, si los había, por el mero placer de escuchar sus propias voces. Luego el señor rector, al callar los locuaces, daba paso al siguiente punto del orden del día sin detenerse siquiera en aclarar qué era lo que se había aprobado.

Entre juntas, teatros, exposiciones, editoriales, óperas y conciertos, regatas, agentes literarios -confío en no tener que decir nunca nada de Carmen Balcells ahora que ha muerto-, escalas y viajes porque sí, Barcelona ha formado siempre parte de mi manera de ser y de vivir. No recuerdo haber pasado allí por ningún episodio que me decepcionase si nos olvidamos del día en que, cerca de la Vía Layetana, me robaron la cartera. Bueno; como también me la han robado en París, el percance no cuenta.

En los últimos meses mis viajes a Barcelona se han multiplicado, cosa que celebro. Pero sin saber ni cómo ni por qué, de pronto me he ido viendo parte de un mundo en viaje hacia destinos que nadie sabe en realidad dónde quedan. Las últimas veces no pude subir a un taxi sin que el conductor, de forma irremediable, me hablase de inquietudes, de miedos, de incertidumbres, al margen de si le daba los buenos días o las buenas tardes en catalán o en castellano. En realidad me cuesta recordar en cuál de los dos idiomas me ha ido hablando cada uno de los muy diferentes personajes con los que me he encontrado; están tan cerca, como lenguas románicas que son, que a veces cuesta distinguirlas.

Pero la actitud se distingue a las primeras de cambio. Y esa Barcelona que fue siempre mía y de todos se me antoja, no sé muy bien de qué manera, en cierto modo perdida. Si la perdiese del todo, sería como si me hubieran amputado un brazo.

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