Diario de Mallorca

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Impresiones otoñales

Curso

Curso

Comienzan las clases se un nuevo curso en la asignatura que comencé a impartir en la UIB nada menos que hace 39 años. Como los números, tan desnudos ellos, sirven de referencia un tanto torpe, viene mejor como referencia el decir que Francisco Franco, el generalísimo de la dictadura aquella de la que ya no parece acordarse casi nadie, vivía aún. Murió al poco, un mes después de que me presentara por primera vez en la clase de Son Malferit en octubre de 1975 a lomos de una moto de trial, vestido como mis alumnos y apenas algo mayor que ellos. Justo al terminar el verano, pocas semanas antes de que se inaugurase el curso, había ido a la universidad de Barcelona -la facultad de Palma dependía entonces de ella porque la UIB no existía aún- a presentarme ante el catedrático para enseñarle mi programa y el caballero, el leerlo, me echó de su despacho. Debería haberme dado cuenta entonces de qué mundo era ése en el que me metía.

No existe sensación alguna parecida a la que se siente al entrar por primera vez en el aula dándote cuenta de lo que significa el hecho insólito de que resulta que el profesor eres tú. Ni que decir tiene que me había preparado las clases a conciencia, con profusión de citas y referencias, profundidad en el enfoque y uso de los artículos y textos más novedosos de la materia. Al tercer día se levantó una alumna entre el centenar largo que componía la clase y me dijo, mire usted, desde que comenzamos no he entendido ni una sola palabra de lo que ha dicho. Los demás compañeros, tampoco, pero no se atreven a decirlo. Entendí entonces que dar clase y escribir un artículo científico no es lo mismo, dejé de lado mis esquemas y mis apuntes y comencé a explicarles lo muy poco que sé yo y que sabe cualquiera acerca de lo que es y hasta dónde alcanza la naturaleza humana.

Me habría de acordar de aquél episodio mucho más tarde cuando leí una entrevista en la que un reportero le preguntaba a Carlo Rubbia, el premio Nobel de física de 1984, cuáles eran sus descubrimientos para de inmediato dar marcha atrás reconociendo que, por supuesto, no habría forma posible de explicarlos de una manera sencilla y comprensible para los lectores. La respuesta del profesor Rubbia fue ejemplar: si usted no sabe explicar algo a su propia abuela, cualquier cosa, lo que sucede es que usted no la entiende.

Comienzan las clases igual que han comenzado curso tras curso, año tras año, a lo de casi cuatro décadas pero resulta que no, que nada es igual. Ni voy al campus en moto, ni me visto como mis alumnos, ni tengo la misma edad que ellos. Tengo la de sus abuelos, si todavía los conservan. Pero la mayor diferencia de todas es la de que será la última vez que comience un curso, que me presente en clase y que les explique en qué consistirán esas lecciones que indignaron al entonces catedrático de Antropología en Barcelona. Como el final llega siempre, por mucho que nos sorprenda, aquí está. En lo único que se parecen uno y otro curso, el primero y el último, es en que el miércoles de esta semana estuve en el mismo caserón de la plaza Universitat en que se levanta la sede más vetusta de las que conserva la universidad de Barcelona, en los mismos pasillos y casi los mismos despachos que visité cuarenta años atrás. El propósito de la visita era otro y se ve que por eso no me echaron a la calle. La conclusión que tenía al salir por mi propio pie es que he perdido facultades con tantos años.

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