Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Impresiones veraniegas

Irvine

Irvine

California es un Estado de la Unión cuya lengua, como la del resto, es la inglesa pero que cuenta con un mapa lleno de topónimos en castellano; buena parte de ellos debidos a la labor evangelizadora de frailes entre los que sobresale nuestro Junípero Serra. Petra, su pueblo natal, se menciona desde California con respeto y hasta veneración sin que el credo católico tenga nada que ver con esas emociones. Pero los santos y las santas abundan de tal forma en el nomenclátor de las tierras californianas que cuesta separar religión e historia.

Llevo días en la universidad de Irvine, California, asfixiado por los calores que habían desparecido ya de Mallorca pero me esperaban, incluso caída ya la noche, nada más llegar al aeropuerto del condado de Orange. El nombre del aeródromo no tiene nada que ver ni con los frailes ni con sus misiones; se llama John Wayne y a ciencia cierta que el paisaje que se adivina nada más salir a la carretera remite a las películas, ya de culto, en las que el actor perseguía indios y cuatreros a partes iguales. California es lugar muy cinéfilo y harto desértico con la particularidad de que los centros que van dispersándose por los antiguos eriales, de la mano de universidades de prestigio en no pocos casos, cambian los cactus por césped, los matorrales por tiendas de lujo desmedido y los caminos polvorientos por autopistas de cinco carriles en cada sentido, como poco. La metamorfosis es tan espectacular como breve: el desierto asoma a la que dejas el centro urbano. Menos mal que las series de la televisión te han acostumbrado ya a esa mezcla entre ultramodernidad y terreno de coyotes.

Irvine, una de las universidades más recientes y de mayor prestigio de todos los Estados Unidos, queda a pocas millas del aeropuerto con nombre de vaquero ilustre pero es del todo necesario un GPS para orientarse por los cruces de autopistas que forman un galimatías inescrutable si quieres llegar hasta cualquier sitio. Perderse es un drama porque carece de sentido el pretender preguntar dónde queda una determinada dirección habida cuenta de que nadie se baja del automóvil. Salvo si se trata de dejarlo aparcado en alguno de los paseos espléndidos, verdaderos parques naturales en medio del urbanismo más extremo, en los que el ciudadano se acuerda de que el ser humano evolucionó para caminar e incluso llegó a inventar la bicicleta siete millones de años más tarde. De eso, de la evolución humana, tengo que hablar en el seminario que me han invitado a impartir en California. Qué cosa que haya que ir hasta allí para encontrar a quien se interese por semejantes asuntos.

Una universidad como Irvine parece, de todas formas, extraterrestre; nada que ver con el mundo académico al que estamos habituados al otro lado del océano. En Irvine y, en general, en todas las universidades de enorme prestigio de los Estados Unidos impera la ley de la excelencia, de forma que incluso quien tiene un premio Nobel carece del privilegio de dormirse en los laureles: tiene que demostrar su valía todos los años. Ni que decir tiene que las principales rémoras de la universidad española, desde el nepotismo a la endogamia, no existen. En Irvine eres lo que vales y vales lo que enseñas e investigas. De vez en cuando, mientras conduzco hacia el campus con un ojo en el GPS y otro en el desierto, intento encontrar un coyote que puede que sea es el único capaz de entender cómo me siento.

Compartir el artículo

stats