África fue primero; en concreto su escultura, ligada al animismo y el totemismo, lo que atrajo a Franco Monti cuando viajar a aquel continente no tenía nada que ver con la aventura prefabricada que se publicita ahora en los catálogos turísticos. Cuando Monti viajó al continente negro -así se le denominó por décadas- era peligroso y a la vez, cercano. Treinta años de asombro ante sus pueblos, su cultura y su manifestación artística en la escultura le dejaron un poso que, sin duda, marcarían después al hombre blanco que se hizo escultor. Monti, sin embargo, no era un neófito en las artes. La doble exposición en los espacios de la Oliver Maneu, que hoy se inauguran, lo de demuestran.

"En mi escultura no ha habido grandes cambios", advierte. Quizá porque como resume el crítico J. F. Ivars "es un artista de sensibilidad para la diferencia y en cuyas piezas late el mundo clásico, la energía cicládica; la postura de vuelta a los orígenes".

Por su parte, el escultor de Milán, amigo y testigo de excepción de cuando la ciudad lombarda era la meca del arte italiano de vanguardia con los Giacometti, Marini, Fontana, De Chirico, Morandi, apunta cómo su escultura nace "del recuerdo de una forma emergente que sale del mar o de un espacio muy amplio que me hace soñar".

Abstracción en unas formas que, sin embargo, recuerdan lo orgánico. El hormigón como material "bruto" que le posibilita un resultado poético. "El material limita y a la vez es positivo porque te obliga a dar dimensión a tu sueño. Los sueños libres son inútiles si no los concretas". Monti los hace además con el recuerdo de la escultura antigua que siempre fue policroma. La suya es de resplandores.