Sus manos son rugosas, con dedos cortos y anchos. Mientras las utiliza para cortar el pan con el que acompaña un suculento escaldum, cuenta que aprendió el oficio en un matadero municipal de Palma. Empezó con apenas 20 años, en el turno de noche. "Aquello era muy duro", dice. Sus compañeros y él podían llegar a matar centenares de corderos en un día. Por sus manos, pasaban también decenas de toros y de caballos. Así que, para él, lo de matar el cerdo no deja de ser un simple trámite. Un visto y no visto. De hecho, cuenta que en esta época del año le llaman de un montón de sitios para hacer matances. "No quedan muchos como yo", explica en la conversación de sobremesa. Uno no puede dejar de fijarse en esas manos y pensar en la fuerza que deben de tener para hacer frente a un toro, por muchas máquinas que tengan en el matadero.

Él es el Sumo Sacerdote de la liturgia del cerdo. Bajo el templo de uralita de una possessió de foravila, es quien marca el ritmo. El que sacrifica el animal y el que guía cómo se despieza. Es el Hombre con el Protagonismo. En el reino donde todo el mundo va con polares de gran superficie comercial, él viste una camiseta de manga corta (no se abrigará más durante toda la jornada). Va de aquí para allá picoteando en éste y en aquel cubo de sobrasada. "Aquí falta sal". "Éste está bueno". "Lo encuentro hecho". Amén, rezan los demás. A su alrededor, se mueven unos personajes que son imprescindibles en la ceremonia de los hígados y la carne. Las sacerdotisas. Una cohorte de mujeres que no tienen la mística del Hombre que Sacrifica el Cerdo, pero, sin cuya participación, la labor del Sumo Sacerdote no tendría sentido ni podría llegar a buen término. Ellas operan con la meticulosidad y organización de un buen equipo de cirujanos.

Dos hombres limpian a conciencia la piel del cerdo. FLAVIA MERTEHIKIAN

Las hay que estrujan la pasta, hundiendo las manos en un barreño de masa tibia, mientras sus compañeras trajinan de aquí para allá especies varias para ir ajustando el sabor. Las sacerdotisas vigilan los fuegos y la cocción de los futuros botifarrons. Otras se dedican a la parte más industrial, poniéndose a los mandos de la máquina picadora y transformando la pasta. Esa pasta que no se crea ni se destruye, sino que se recubre con tripas para acabar en otras tripas (humanas). Las sacerdotisas forman un bloque, donde no existe el hombre. Un universo femenino donde ellas se aconsejan, se intercambian confidencias y protagonizan conversaciones banales que se achispan a medida que se empieza a vaciar la nevera portátil que al principio del día estaba llena de cervezas.

Ante ese despliegue litúrgico, la persona que asiste por primera vez a unes matances se siente igual de profano que alguien que no haya pisado nunca una iglesia, una mezquita o una sinagoga. El profano, con el miedo intrínseco de tocar algo y estropear la ceremonia, se mantiene al margen, cobrando sin querer la forma de un bulto sospechoso. A este primerizo sólo le queda el recurso de mimetizarse con la uralita y asistir, como una escultura más del templo, a las labores ceremoniosas del Sumo Sacerdote del Cerdo y sus Sacerdotisas.