No hay que irse muy lejos para empaparse de belleza. Ni siquiera en la estación en que el permiso para olvidar el calor es toreado en chancletas, bermudas y en camiseta de salto de cama. Sea la hora que sea, con esa vestimenta pobretona que nos iguala. En el mar de ciudad se regala belleza a raudales gracias a un espejismo de colores que ni en la Tramuntana. Hagamos de Palma y su costa del Molinar, patrimonio de la Humanidad, de esa que abunda cuando cae el sol y las ciudades se vuelven un collar de historietas.

Cuatro señoras, sobrepasan la media edad y los kilos, ocupan el banco sin dejar resquicio a más humanidad. Mientras una vocifera la otra le atiende rascándose con un palillo la oreja. Las otras dos solo mueven la cabeza de arriba a abajo, en un asentir más bien tibio, como la caída del sol en una tarde que promete tormenta. Hablan de cosas pequeñas, de asuntos sin importancia como la nieta ha suspendido matemáticas y a ver quién paga a un profesor particular, o de lo mal que se duerme en verano con el vecino sordo y los mundiales de fútbol.

Hay quien desafía el pronóstico de mal agüero porque es verano, y con gota fría o sin ella, se dan el último baño del día ya que el mar es un asidero que hasta la fecha aún es de todos. No se paga impuestos. El mar urbano, ese prodigio que convierte el asfalto en un colchón, un guiño a tumbarse. Una pequeña diosa, una niña de uñas pintadas de azulete, se regodea entre las rocas y su barba de musgo. Nadie sabe si habla con las nubes o simplemente canta. En las mismas piedras, freno a la llegada del mar, cortapisa al oleaje, barrera contra los sustos, un hombre y su reflejo dialogan con la nada. Por encima de su cabeza las hilachas del resto del día, un sol que se resiste a irse a la cama. Se va incendiándolo todo.

Un pequeño grupo de hombres y mujeres se mueven como aquel pequeño saltamontes de la serie Kung Fu, que ya nadie recuerda porque todos están al quite de Juego de Tronos, Mad Men, The Wire, hasta que pasa el chiflado de turno y empieza a hacer piruetas extrañas con las piernas y las manos mientras con una sonrisa metálica a lo Torrente se presenta: "Soy el gran saltamontes". No pasa la gorra porque en las artes marciales no estaría bien visto. Keith Carradine habría sonreído sin mover una ceja. Muy zen él.

Una familia con pinta de ser poco menos que de Birmingham atraviesa con la mirada la crecida de la ola, busca en su resaca el baile de un cangrejo. El más mayor de los niños persigue el rayo verde. Acaba de leer a Julio Verne y alguien le ha dicho que si lo vislumbra en la puesta de sol, tendrá felicidad para toda la vida. ¿Será demasiada codicia? El pequeño ha atrapado al cangrejo, lo coje por su escuálida patita. Por culpa del animal, ha perdido el rayo verde.