El espacio carismático de la ciudad más bella se había convertido en una postal inmóvil sacada a las ocho de la mañana: nadie a la vista, salvo en las congestionadas esquinas donde se apiñan las mesas de siempre y sus parroquianos como halcones en busca de una silla. Los bulevares puros, rectilíneos, dedicados a sí mismos y despoblados quedan bien en los libros de arquitectura, pero cada vez da más pereza pasear por ellos. Por fin el Born vuelve a lo que fue antes de quedar atrapado en una estampa ensimismada y desértica: lugar de encuentro, paseo, ocio y negocio. No nos alarmemos, siempre hubo bares y cafés en esta arteria principal, y camareros que atendían fuera, hasta que los edificios se revalorizaron tanto.

Me alegro de que las terrazas animen el Born y la Rambla porque hace falta sol en la cara para generar ganas de salir de esta. Palma goza de más horas de luz que otras ciudades donde, sin embargo, la gente socializa vaso en mano sin tantas polémicas, no aprovechamos un capital que cae gratis a raudales. El Born se había consagrado a las franquicias, vetándose una actividad tan lógica en el modo de vida mediterráneo como servir cañas y cafés con hielo. Con la peatonalización de uno de sus costados, el espacio libre permite la convivencia perfecta de viandantes y establecimientos. Si el Ayuntamiento se esmera en que no se desborden los espacios delimitados por las licencias, y respeta una cierta estética no tiene por qué haber problemas.

Hablo de mí sentada en una terraza del Born, como ciudadana de Palma, por no mencionar la alegría que se van a llevar los turistas cuando, bajando de la Catedral y la Almudaina, o de la Lonja, se hagan una foto en el paseo y luego divisen una mesa donde comer sin ruido. Nos dedicamos a eso, ¿no?