Muchas veces nos vamos a la otra punta de la isla, por no decir del mundo, para admirar tesoros que tenemos al lado de casa. Las cuevas del Drach o del Hams están a una hora de trayecto, mientras que las de Génova se encuentran aquí mismo –desde el punto de vista palmesano– y no tienen nada que envidiar a las famosas de Porto Cristo. Es más, ya les gustaría a los visitantes de aquéllas disfrutar de la paz de éstas y la cercanía con el guía que tiene la veintena de personas que descienden hasta 36 metros de profundidad. El tesoro de la naturaleza está bajo el aparcamiento del restaurante Ses Coves.

Aunque no es tan fácil llegar allí si desconoces que está en la calle Barranc, número 45, debido a que no hay muchas indicaciones por la ciudad. Los residentes de Génova sí saben dónde están, aunque no todos las han visitado. Con motivo de las fiestas del barrio, que terminan hoy, la asociación de vecinos quiso dar a conocer las cuevas a sus conciudadanos y ofreció sendas visitas el viernes y ayer a precios reducidos para los residentes y socios, en colaboración con los administradores de este monumento natural.

Tras acceder al patio del restaurante regentado por Carme, las escaleras nos conducen a una pequeña entrada con un túnel que llega al primer rellano. Allí el guía, Joan Arboix, explica cómo fueron halladas las cuevas: "Las descubrieron unos obreros en 1906 mientras construían un depósito para acumular el agua de la lluvia para la finca". La siguiente parada depara la primera sorpresa. "¿Qué veis ahí?" Joan formuló esta pregunta muchas veces a lo largo del recorrido bajo tierra y la respuesta siempre coincidía, porque las estalactitas y las estalacmitas forman unas figuras muy reales. En la primera ocasión era un Belén, con la Virgen, San José y otros elementos típicos del nacimiento. Otras veces las sombras son las que dejan al público boquiabierto, aunque todavía había que descender un poco más. Junto al Belén, una estalacmita en forma de obelisco y tres colores predominantes. "Cuando el mineral es hierro, prevalece el gris; cuando es cobre, el rojizo; y cuando es bicarbonato cálcico, el blanco". Más explicaciones: "Si hay agua en las puntas de las estalactitas y las estalacmitas, van creciendo un centímetro cada 90 años. Si no tienen agua, no crecen". En las cuevas de Génova, el líquido elemento traspasa la roca porosa los 365 días del año.

Mientras continuamos descendiendo, Joan va apagando y encendiendo las luces progresivamente para evitar que el calor de los focos haga perder humedad. Otra parada: vemos una panceta de cerdo (de piedra, obviamente), un pequeño teatro, varios espaguetis –"todas las estalactitas comienzan siendo muy finas y después engordan, como las personas"–, la lava de un volcán, una selva tropical y una gran sorpresa. Otra vez: "¿Qué veis ahí?" "¡Los Reyes Magos!", surgidos de las sombras hechas con la linterna que nunca suelta Joan. Aún queda por escuchar un xilófono y ver un huevo frito, una perdiz, un auténtico puesto de frutas y verduras, e incluso la Sagrada Familia de Gaudí, ya que la imaginación lo permite.

Como dice el cicerone de la visita, se trata de "un mundo misterioso que nunca termina". Sin embargo, el recorrido sí que finaliza, a 36 metros bajo tierra y con la triste certeza de que las administraciones públicas desconocen qué es lo realmente digno de proteger. Un ejemplo podrían ser las cuevas de Génova. Tan cerca.