El hombre va sucio y lleva una garrafa de agua de cinco litros en la mano. Se acerca al coche de Isabel cuando se ve obligado a detenerse en un stop que desde Son Sardina da acceso a la carretera de Sóller.

–Me puede acompañar hasta el centro de animales de Son Reus.

La conductora le observa con incredulidad. El aspecto del peticionario no inspira confianza. La solicitud resulta insólita. Además, Son Reus no figura en la ruta prevista para el vehículo. Razones más que suficientes –junto al temor a encontrarse frente a un delincuente– para rechazar el viaje.

Pero el hombre tiene más argumentos. Hace diez días tuvieron que ingresarle en un hospital y la Policía se llevó al perro. Su hija va a cumplir años y le ha prometido que recuperará el animal. Viene andando desde Palmanova –de ahí la garrafa de agua– y está agotado.

Isabel, que ha visitado en varias ocasiones la perrera municipal, le advierte que a esta hora –sobre las siete de la tarde del martes– está cerrada. Sin embargo, acepta acompañarle hasta el mal llamado Centre Sanitari Municipal de Protecció Animal.

Las puertas están, efectivamente, cerradas. Toca al timbre y nadie responde. Grita el nombre de su perro y contestan decenas de ladridos. Marca un número telefónico para emergencias que figura en la entrada y nadie descuelga el aparato. Se plantea saltar el muro, pero, o comprende que es una barbaridad, o ya no tiene fuerzas para intentarlo.

Regresan a Palma en el coche y el hombre narra su incierto futuro laboral y su decepción, pero promete que mañana [el miércoles] lo intentará de nuevo para darle una alegría a su hija. ¡Ojalá haya recuperado a su perro!

Esta historia ocurrió el martes y es absolutamente real. Las lecciones que se obtienen son varias. Primera, las apariencias engañan. Segunda, el amor a los animales nada tiene que ver con la condición social. Tercera, el centro de animales de Son Reus está muy lejos –y a peor– del servicio que prestan instituciones similares de otros ayuntamientos de España.