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Vamos a contar posverdades

Raúl Rodríguez Ferrándiz, en su ensayo Máscaras de la verdad. El nuevo desorden de la posverdad, nos recuerda que hay quienes, sin levantar una ceja, denominan a la simple y llana falsedad, "hechos alternativos." En plena orgía del eufemismo, somos capaces de perdonar la vida a la mentira con ese tipo de suavizaciones. Con lo cual, caemos de bruces en el relativismo más viscoso. Ahora bien, también es cierto que la Historia es un gran relato narrado por la subjetividad más acérrima. La Historia como un gran relato distorsionado. La verdad aburre y no digamos ya la verdad de los hechos. Sin embargo, la mentira distrae y anima, dinamiza y crea mundos. Incluso, dirán algunos, es revolucionaria. Nada más conservador que la veracidad o, dicho de otro modo, la fidelidad a los hechos. De ahí que en política la verdad sea una virtud poco o nada apreciada. Los políticos jamás dirán la verdad y los electores, necesitados de autoengaño, admitirán como inevitable ese pacto extraño. Te voto, pero sé que no cumplirás nada de lo prometido. Me mientes, pero ya sabemos que por tu condición de político no puedes hacer otra cosa.

Siguiendo con el ensayo de Rodríguez Ferrándiz, hay un momento en que distingue la mentira tradicional de la mentira moderna. La primera se limita a ocultar, a incidir de forma muy puntual en el tejido de los hechos. Sin embargo, el proyecto de la mentira actual o, posverdad, es de largo alcance. Salmodias reiterativas, eslóganes burdos con vocación de acuerdo generalizado y que acaban siendo coreados como verdades incontestables y absolutas. Quien se atreva a discutirlas, ya sabe a qué tipo de descalificación se arriesga. De este modo, quedan desarticulados los intentos de análisis y de juicio a favor del infantilismo y del emocionalismo más tontorrón e histriónico. Para crear este ambiente de banalización generalizado, los manipuladores no dudan en apelar al pueblo como garante de la democracia. Y, para rematar la jugada, se refieren a eso del "mandato popular." Una forma más de enturbiar el entendimiento de las personas.

Hannah Arendt ya nos advirtió en su momento: no es para nada suficiente que el nazismo y el comunismo hayan sido derrotados y nos entreguemos ciegamente a los brazos juveniles y limpios de la democracia. No en vano, en las democracias occidentales se siguen fabricando mentiras a gran escala, manipulando hechos y generando, o tratando de generar, un inmenso estado de opinión pública absolutamente despojado de espíritu crítico. Un nuevo y más sofisticado, si se quiere, asentimiento, una obediencia enmascarada tras una impostada libertad de elección. Podemos elegir entre tres o cuatro opciones, pero al final el río acaba desembocando o muriendo en el mismo mar.

Las mentiras clásicas tenían un recorrido mucho más limitado y su campo de acción estaba, lógicamente, mucho más acotado. Digamos que su intención era más burda y, en el fondo, ingenua, aunque esa ingenuidad estaba condicionada por su carencia de una tecnología apropiada para abarcar un campo más amplio. Lo mismo ocurre con el poder. En el presente, el sistema de control tiene vocación planetaria, aunque también microscópica. Sin embargo, no hay que olvidar que hoy en día aún existen ejemplos de ese tipo de mentira tradicional: el mitin. Los simpatizantes acuden a esos polideportivos o plazas de toros para jalear al líder, sabiendo que ese líder los va a defraudar tarde o temprano.

La posverdad posee, en cambio, una ambición mundial, aunque la esencia sea la misma: manipular las emociones con el objetivo de modelar la opinión pública y, de paso, generar corrientes masivas de pensamiento homologado. El fake llevado al territorio del documental. No obviemos esa fascinación que nos proporciona lo fraudulento, y que enlaza con esa necesidad humana de generar relatos paralelos o distorsionadores.

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