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Marga Vives

Por cuenta propia

Marga Vives

Se alquila

El transporte público es un universo de paradojas. En el autobús camino a La Vileta una chica le comentaba a otra que su casero había accedido a rebajarle el alquiler porque ya no podía seguir pagando lo mismo que hasta ahora y si no tendría que buscarse algo más barato. Por lo visto el hombre prefirió asegurarse una inquilina que no había dado problemas en cinco años y eso pesó sobre la parte lucrativa del asunto. Otros habrán reparado antes en los márgenes de beneficio que da esta actividad, como para que uno siga ganando en caso de regateo, pero yo soy una romántica. De cualquier modo la cara de asombro del resto de pasajeros cotillas al escuchar esta breve historia sin importancia pero casi insólita era un poema.

Unos días antes el geógrafo Jesús González había presentado en Palma Les ciutats de les Balears, un libro que explica por qué no se puede "entender Son Gotleu sin Can Pastilla" o por qué la progresiva mercantilización del Casco Antiguo de Palma lo condena, en su opinión, a otra clase de empobrecimiento. La historia de una ciudad es la de un organismo vivo, condicionado por la necesidad de disponer de unos espacios para la producción y de dar techo a quienes la hacen posible. González, que junto con algunos especialistas ha puesto cifra a la problemática de la vivienda, habla de un tipo de desahucio que por ahora no aparece en las estadísticas y es el que se produce cuando alguien se ve obligado a mudarse de casa o de barrio porque al renovar su contrato de alquiler le piden un 30 o un 40% más sobre lo que venía pagando. Ponerse a buscar casa es como tratar de volver a cotizar en el mercado laboral; ya no basta con unas buenas credenciales sino que prácticamente hay que estar dispuesto a no comer durante el resto del mes. Un vistazo rápido a una web inmobiliaria, poblada de solicitantes "serios y solventes" y con contrato de trabajo, lo corrobora. La de "urgente" es la etiqueta que más se repite en esa clase de anuncios por palabras. Ya hay quien da gracias al cielo por disponer al menos de una habitación por el mismo precio al mes que un turista está dispuesto a pagar por un par de días.

En Balears los alquileres cuestan de media un 1,4% más que antes de la crisis. Según el Ministerio de Fomento, registran máximos históricos, y seguirán subiendo, al menos tres o cuatro años más, aseguran los expertos. Palma está muy cerca de superar ese techo, pero los datos que manejan las administraciones sobre este fenómeno son aún muy imprecisos, de manera que, por ejemplo, es difícil saber con exactitud qué parte de quienes se mudan lo hacen expulsados por el mercado. Los números están ahí, existen mecanismos para acceder a ellos, y sin embargo queda por hacer un trabajo minucioso de investigación y análisis. Sí sabemos, por ejemplo, porque lo refleja el INE, que somos la quinta autonomía con más litigios por impago y que el principal motivo de estas demandas es la subida del alquiler. Y por otra parte, los empresarios aseguran que faltan pisos para rentas medias, con lo que justifican que se sigan proyectando nuevas promociones. Tanta información cruzada se presta a una enorme confusión, la misma que parece sobrevolar la planificación de los usos en de las ciudades. Es posible que en medio del debate sobre la utilización turística de las áreas residenciales a los responsables políticos se les haya escapado la verdadera naturaleza del problema; quien desea hacer negocio siempre hallará la manera de obtener rentabilidad, pero el gobierno tiene el deber moral de no facilitar la usura, y hoy lo que se pide por algunos cuchitriles no tiene razón de ser. La vivienda -la de tipo medio, se entiende- no puede ser un artículo de lujo si hay leyes que protegen el derecho al acceso. Hay ahí una contradicción entre la doctrina y la acción.

Algunas ciudades europeas ya han tomado medidas. En Berlín existe una zonificación que fija precios máximos de alquiler residencial, en función de la ubicación, superficie y estado de cada inmueble. Un índice de referencia marca las tarifas con las que se regula el sector y los pisos nuevos no pueden rebasarlas en más de un 10%. La medida adapta una normativa aprobada en 2015 por el parlamento alemán para limitar la especulación. Ese mismo año en París entró en vigor la ley Alur, que fija un tope del 20% sobre los precios de referencia que solo puede superarse en el caso de que la propiedad ofrezca algunos extras. Esto impide que los inmuebles que no cumplen determinados estándares de calidad entren en la puja de precios libres.

Los detractores alegan que en nuestro país este tipo de medidas provocarían un nuevo encarecimiento y la desaparición de por lo menos una cuarta parte de la oferta actual, porque muchos propietarios preferirían dejar sus pisos vacíos ante la perspectiva de una menor rentabilidad. Es posible que sea así, pero entonces ¿qué debe hacerse con este problema, el de muchas familias, para acceder a un lugar en el que vivir? ¿Hay que dejar que sea el propio mercado el que siga resolviendo quién queda al margen y quién no? Si se deja engordar la nueva burbuja, ese descarte será cada vez mayor, así que quizás esta vez no vale mirar de reojo ni asumir que son las reglas del juego y que no hay otras. Este conflicto social ya no admite convidados de piedra.

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