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¡Oh, tú, hipócrita, igual a mí mismo!

¿Seríamos los mismos de culminar todos los empeños que nos formulamos cada fin de año?

Remedar al poeta Baudelaire me viene de perlas para repasar tantos propósitos incumplidos que, cada Nochevieja, saltan desde el trampolín de los buenos deseos, sin que valgan excusas para volverlo a intentar, siquiera de boquilla, en una siguiente vez.

Y no entraré sino de pasada en los que escuchamos de los políticos porque en su caso, a diferencia de nosotros, ni siquiera se plantean llevarlos a término y sólo son estratagemas para apaciguar a la galería, mientras que por lo que hace al ciudadano/a corriente y moliente, prometérselo en silencio y sin alharacas apunta cuando menos a una mayor honestidad y distinto talante aunque el final pueda, en ambos casos, terminar en fiasco. Nos propondremos, a partir de mañana, lo que suele ser la tónica habitual a más de variantes en función de la edad, género o trayectoria; dejaremos de fumar, acudiremos puntuales al gimnasio, la alimentación o el alcohol pueden entrar en la lista y, junto a lo anterior, tal vez alguien intentará terminar de una vez la lectura del Ulises, se jurará hablar menos y escuchar más o quizá decida cortarse las uñas de los pies una vez por semana y a partir de primero de enero.

Las 12 de la noche son el hito para los proyectados nuevos modos y, sin embargo, seguir en las mismas tras reiteradas porfías pudiera ser conveniente para añadir atractivo a nuestras vidas, porque esas transgresiones con las que decidimos terminar podrían ser la salsa, y el pasarse por el forro los objetivos, desde el primer amanecer del nuevo año, contribuir a reconocernos más allá del estereotipo en que pretendíamos convertirnos. Puestos a contrapesar, quizá algunas faltas o carencias formen parte indisoluble de nuestra identidad y, bajo esa óptica, nos será fácil echar las consiguientes frustraciones al cesto de los desechos.

¿Seríamos los mismos de culminar todos los empeños que nos formulamos cada fin de año? Visto así, convendrán en que, sumados, nos convertirían en otro, mientras que aceptarse lleva aparejado un mejor dormir, máxime porque quien no arrastre contradicciones que tire la primera piedra, y percibirlas -en lo que duremos- como una permanente losa sobre la conciencia, es castigo que nadie merece aunque ello no implique abdicar de esas mejoras, ciertas o imaginadas. La voluntad de cambio, supuestamente por algo mejor, procura momentánea satisfacción y ya es premio a valorar; como un deber cumplido por anticipado. El mero hecho de proyectar incorporaciones y rechazos trae aparejada la complacencia y, de no llegar a buen puerto, por lo menos tendremos en la mochila esas aspiraciones para echar de nuevo mano a ellas al año siguiente y, encima, sin necesidad de vernos obligados a entrar en cansinas y prolongadas introspecciones transcurridos los doce meses de rigor.

Por ello quizá sea mejor, en buena medida, seguir en las mismas y siempre que los remordimientos por haber aplazado las decisiones hasta una próxima vez, no duren más que las campanadas y, al tiempo que esta noche las renovamos con un trasfondo de escepticismo, será razonable asirnos a una ambivalencia para la que sin duda hallaremos sobradas justificaciones mientras nos decimos, con Hannah Arendt, que en la mentira (a nosotros mismos y a diferencia de quienes cobran por propalarlas) está también la libertad. Después habremos de admitir, más allá de los castillos en el aire, que las cosas son así y qué le vamos a hacer. En ese instante, ¡qué alivio! Porque no siempre reconforta el querer transformarse en alguien modélico y pasar los primeros días del nuevo año intentándolo en lugar de aprovechar mejor los mimbres que tenemos. Y aunque haya un algo de rendición en admitir la definición del escritor y ser en el fondo "Un paquete de esfuerzos inútiles atados por un nudo fortuito", no debiera afligirnos al extremo de suponer que somos los únicos que puedan etiquetarse así.

Llegar a ser el que eres, como aconsejaba un clásico, no supone transformarse en arquetipo con base a exigencias y renuncias, sino aprender a deambular con las fortalezas y debilidades que nos caracterizan. No vendría mal eliminar alguna de las segundas, pero sin agobios, porque bastantes nos caen encima sin buscarlos ni muchas veces merecerlos. Vivir quiero conmigo, declaraba Fray Luis de León. Y todos nosotros. Con la coherencia que se pueda y, sobre todo, bajo el abrigo de la aceptación aunque lo que nos planteamos el pasado año haya terminado en nada.

La vida, aseguraba Sam Shepard, es lo que te pasa mientras haces planes; lo que discurre sin vuelta atrás y, por tanto, ¿qué tal el placer de evitar cualquier plan? No aconsejaría que, en llegadas las uvas, seamos presos de la desazón por no habernos planteado metas cuya culminación pudiese recompensarnos. No obstante, ¡alguna copa y tranquilidad! Podremos echar mano de las que el año pasado quedaron en nada y, desde luego, menos propósitos que campanadas. Ya habrá tiempo para retomar los mismos, o algún otro, en la próxima Nochevieja. Y, por cierto: ¡feliz año nuevo!

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