Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Ya todo es tiempo

Mi primer trabajo literario fue una traducción del catalán. Luego vinieron más (Llorenç Villalonga, Josep Melià, Marià Villangómez, Blai Bonet, Biel Mesquida?), pero la primera me la encargó Guillem Frontera. Encargar, en este caso, no es verbo adecuado: Guillem me pidió si quería traducirle al castellano La ruta dels cangurs. O de manera más exacta: que le gustaría mucho que le tradujera su novela. Le contesté que sí, que encantado. Yo había leído el libro de una sola sentada -nunca, antes de leerlo, pensé que Chandler pudiera pasar por Mallorca y que funcionara (y vaya si funcionaba)- y consideré un detalle de confianza intelectual que me pidiera su traducción. Entonces tenía veintitrés años y acababa de regresar de Barcelona hacía muy poco. Final de los 70. Frontera vivía en una casa de La Vileta con jardín y un ca de bestiar y yo lo visitaba a menudo. Recuerdo charlas matinales en su luminoso estudio-biblioteca, entrando a mano izquierda. Recuerdo algunas cenas con él y Barita, su mujer y, entre muchos otros, un cuadro negro de Joan Palou en lo alto de una de las paredes de aquella casa. Es el cuadro que recuerdo ahora, junto con otro de Gerard Matas, también muy hermoso. Y recuerdo, años después, unas palabras suyas en un bar de Palma y es gratitud lo que queda hacia ellas.

Cuando apareció La ruta de los canguros lo hizo sin el nombre del traductor y Frontera se cansó de repetir en las entrevistas, que su traductor era yo. Se lo agradecí. Podría haber callado -el error no era suyo sino de la editorial- o, lo que es habitual, decir que lo había dicho e insistido pero que no se lo habían publicado. Poco después me propuso otro trabajo, esta vez en televisión. En la delegación de TVE en Balears. Se trataba de un programa cultural y su propuesta era que fuera su segundo de a bordo. Le di varias vueltas al asunto y decliné la oferta, al considerar que me ocuparía -ya tenía un trabajo- más tiempo del debido y eso restaría horas de escritura. Pero tampoco sé ahora lo que hubiera sido mi vida laboral de haber aceptado. Quiero decir con esto que el papel de Frontera durante mi juventud -nos llevamos once años- no fue meramente coyuntural. Como no lo era su papel público. Para los de mi generación, Guillem Frontera era en los 70 'el' novelista. Lo explicaré: Llorenç Villalonga era la gran dama de la literatura mallorquina; o lo que es lo mismo: el mejor novelista mallorquín del siglo XX y diría que de todos los siglos, pero mi visionarismo no alcanza. Y Baltasar Porcel -mayor que Frontera- se había ido a vivir a Barcelona: ya saben qué ocurre con los que se van y si no lo saben no voy a explicarlo ahora. Por tanto, cuando a los dieciséis años salí a la calle había distintos poetas, pero el novelista de la generación inmediatamente anterior a la nuestra era él y Els Carnissers tenía la culpa. Una culpa a compartir con su chaqueta de cuero negro, cierto aire de duro amable con fondo ácido y algún viaje a Argel. La propensión al mito a la que se refería Biedma, supongo.

Cuando me marché a Barcelona -años antes de aquella traducción primera y antes también de la oferta televisiva-, lo hice con un libro de poemas bajo el brazo y la recomendación de Frontera para que visitara de su parte a Esteva Busquets, el marido de Esther Tusquets. Se trataba de llegar, vía Busquets, a José Batlló, que había creado y dirigía la colección de poesía El Bardo. Dicho y hecho. La visita a casa Busquets-Tusquets en La Bonanova, con Milena niña -hoy la afamada autora de También esto pasará- durmiendo en la habitación de al lado, la conté aquí cuando murió Esther Tusquets, y la amabilidad del matrimonio surgió de que yo era un amigo 'del Guillem'. Pero lo de Batlló y El Bardo no salió bien. Décadas más tarde y de la mano del editor Andreu Jaume publicaría dos libros de poemas en El Bardo, que ya se llamaba Poesía Lumen y pertenecía a la antigua editorial de Esther Tusquets. Los círculos suelen acabar cerrándose. Pronto o tarde, pero se cierran.

En aquella época, Guillem Frontera abrió un bar en Génova, 'El Pou Bo', y nos hizo subir a todos -cuando recalábamos en Palma en Navidad, Pascua y verano- a la barriada que se cita al comienzo de Mort de dama. El epicentro se desplazó un par de kilómetros y Climent Picornell, socio tras la barra, estuvo al mando de la música y de la generosidad en las copas. Del Pou Bo recuerdo sus dípticos de literatura en cartulina marrón y tipografía negra, varias noches muy divertidas, otras memorables que no he de olvidar jamás, también las veladas que siguieron a la muerte de Franco y la primera instalación artística de la isla, cuando se presentó Miquel Barceló con un saco de trucs o cantos rodados, y los arrojó sobre la escalera que conducía al bar.

Todo acaba siendo literatura y el tiempo de Guillem Frontera también. Lo es en Paisatge canviant amb figura inquieta, libro-entrevista escrito a dos voces entre él y Pere Antoni Pons, que leí el pasado verano. No es el primer libro de Pons de este estilo. Poeta y novelista, ya había publicado otros cuatro: dos de ellos reúnen una larga serie de reportajes-entrevistas con escritores mallorquines y catalanes, y otros dos se centran sobre una sola figura: Joan Francesc Mira, la primera, y Damià Ferrà-Ponç, que es primo de su padre, Damià Pons, la segunda. El trabajo de esta clase de libros siempre es muy superior a su recompensa, porque quien pregunta, ordena y escribe queda oculto por el entrevistado, que es el gran protagonista. Antes de que se canse le queda, por lo menos, pendiente un diálogo entre padre e hijo -Damià Pons y Pere Antoni Pons- que daría mucho de sí e introduciría un elemento nuevo en la forma de tratar el género. Al menos en Mallorca.

Pero vuelvo al protagonista del que nos ocupa. Cuando un escritor ya es tiempo, llegan las memorias: escritas, dictadas o habladas. Es el caso de Frontera y en Paisatge canviant amb figura inquieta, he encontrado el tiempo del que hablo aquí y el tiempo que Guillem Frontera y yo, alejados uno del otro, no compartimos. No lo necesitábamos: teníamos la literatura -y la memoria de lo vivido años atrás- y ahí nunca hemos dejado de encontrarnos. Como me ocurrió el pasado verano, en la lectura del libro de Pere Antoni Pons publicado por Lleonard Muntaner, donde durante unas horas, Frontera y yo volvimos a ser jóvenes y a estar juntos en la ciudad que ya no es.

Compartir el artículo

stats