Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Revolución

John Cheever vivía en una bonita casa en Ossining, a las afueras de Nueva York, en ese vasto territorio que los americanos llaman "suburbia". En uno de los primeros capítulos de "Mad Men" se veía a Don Draper bajándose del tren -de vuelta a casa tras sus largas jornadas de trabajo en la agencia de publicidad- en esa misma estación de Ossining por la que John Cheever había pasado miles de veces. Supongo que era un homenaje que los guionistas de la serie le rendían a Cheever, que fue el escritor americano que mejor supo retratar la vida en esas zonas residenciales donde vivían millones y millones de americanos de clase media. Pero Cheever no se sentía a gusto con la vida que llevaba, y eso le llevaba a despreciar la vida en los lugares como Ossining. Un día de 1960, seguramente acosado por uno de sus muchos accesos de remordimiento y depresión y furia -y también por una de sus monumentales resacas-, Cheever escribió un artículo lleno de amargura contra las zonas residenciales. Para Cheever, esas urbanizaciones de las afueras eran "una fosa séptica de conformismo" en las que la gente tenía que soportar "una vida de indecible sordidez". Y todo lo que ocurría allí era tan anodino y vulgar que nadie se fijaba en esos lugares, a menos que un ama de casa aburrida se volara los sesos con una escopeta.

Pero lo bueno del caso es que John Cheever no podía quejarse: sus editores le pagaban bien y podía vivir decentemente de lo que escribía. Su casa era grande y cómoda y tenía un gran jardín en el que jugaban sus hijos y en el que su mujer Mary podía dedicarse a cultivar flores, cosa que siempre le resultaba más agradable que soportar a su marido. En verano, los Cheever iban de vacaciones a Maine, donde toda la familia salía a navegar en velero, o se iban a Italia a pasar medio año alojados en un caserón decrépito propiedad de unos marqueses arruinados. Más aún, Hollywood le compraba a Cheever los derechos de sus relatos para hacer películas -"El nadador" se rodó en 1968 con Burt Lancaster de protagonista-, y sus podían estudiar en los mejores colegios y en las mejores universidades. Por muy aburrida y vulgar que fuese su vida en la "fosa séptica" de las zonas residenciales, Cheever no tenía ningún motivo para quejarse. Pero Cheever se quejaba. Y tanto que sí.

Lo raro es que Cheever no se hiciera comunista, como tantos de sus colegas que vivían en Europa en condiciones similares a las suyas -buenas casas, sueldos decentes, vidas resueltas-, pero que no podían soportar el aburrimiento ni la sordidez de la fosa séptica en la que ellos creían que estaban condenados a vivir. Cheever no se hizo revolucionario porque tenía ínfulas de aristócrata y era cristiano y disfrutaba comprando zapatos italianos y tomando ostras con champán en el Club de Campo de su urbanización. Pero muchos de sus contemporáneos europeos hacían exactamente lo mismo -incluyendo las ostras y añadiendo un Ferrari y una mansión en el campo-, y aun así se convirtieron en ardientes revolucionarios que soñaban -o decían soñar- con un mundo feliz controlado por los comisarios políticos y la policía secreta. Y si soñaban con ese mundo utópico, era porque creían que en él no habría lugar para la desigualdad ni para la injusticia ni para el aburrimiento. No, todo sería felicidad y todo sería justicia, a pesar de que las noticias que llegaban de esos lejanos lugares -la Rusia Soviética, la China de Mao, la Europa del Este integrada en el Pacto de Varsovia- no fueran precisamente halagüeñas, sino que más bien hablaban de persecuciones políticas y de censura férrea de todas las manifestaciones artísticas, además de la asfixia moral y la obediencia obligatoria a quienes decían gobernar en nombre del pueblo. Pero todo eso daba igual. Esos intelectuales seguían soñando con una vida mejor en un mundo mejor, aunque no hubiera ni una sola noticia real de la existencia de ese supuesto mundo feliz en ningún lugar del mundo.

Las cosas no han cambiado mucho en todo este tiempo. De hecho, muchos de nuestros contemporáneos que viven igual de bien que Cheever sueñan con vivir en un mundo utópico en el que no haya desigualdad ni injusticia, aunque ninguno de ellos tenga muy claro cómo se puede conseguir esa utopía que eliminará no sólo todos los aspectos negativos de la vida -la prostitución, el maltrato machista, las estafas inmobiliarias, la corrupción política-, sino que también nos convertirá en personas sabias y generosas, siempre dispuestas a hacer el bien y a rechazar el egoísmo y la soberbia. No, nadie sabe cómo se puede realizar este milagro, pero así seguimos, con miles y miles de personas creyendo que ese supuesto milagro puede hacerse real algún día.

Compartir el artículo

stats