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El ingenuo seductor

El silencio

Lo primero que llamó mi atención cuando se destapó todo el caso Weinstein fue el silencio. El silencio como protagonista absoluto...

Lo primero que llamó mi atención cuando se destapó todo el caso Weinstein fue el silencio. El silencio como protagonista absoluto de la historia. No solo el de la mayoría de las actrices acosadas sino el de la propia industria hollywoodiense. Me interesa ese silencio porque, aunque provoque secuelas muy distintas, tiene la misma causa: el miedo.

Parto de la intuición de que todas las personas que aseguran no conocer las costumbres acosadoras de Harvey Weinstein, mienten. Basta trabajar un par de años en la profesión para saber la velocidad a la que circulan los "cotilleos". Hay chistes sobre Weinstein en series como Padre de familia y su creador, Seth MacFarlane, bromeó con ello cuando leyó la candidatura de los Oscar a mejor actriz, en 2013. Y la profesión, allí reunida, pilló el chiste a la primera.

Ahora mienten para proteger su propia integridad ante el implacable juicio que la sociedad traslada a su silencio. Somos indulgentes con el silencio de la víctima pero implacables con el del conocedor del delito, al que inmediatamente convertimos en cómplice. Por eso deben negar que lo supiesen porque la responsabilidad de haberlo sabido, y no haber hecho nada para impedirlo, es más difícil de sanear. En España, hay partidos políticos que basan toda su estrategia en ese principio básico: la negación frente al descubrimiento del delito. No les escandaliza el hecho que se juzga; les jode que se les haya desenmascarado.

En el caso Weinstein, lo interesante es comprobar como las razones de unas y otros se basan en lo mismo: el miedo a dejar de trabajar, a sentir como tus proyectos no germinan y, este apartado me resulta especialmente valioso, a no contar con el apoyo del resto de la profesión.

La primera mujer que denunció a Weinstein, hace trece años, fue la actriz Lucia Evans. ¿Les suena? No, porque la carrera de Evans es prácticamente inexistente. Su palabra contra la del poderoso, con la absoluta indiferencia de una profesión que siempre se ha movilizado contra los abusos y a favor de los derechos humanos y civiles -entiendo que forma parte del compromiso artístico- y que, respecto a este caso, guardó silencio. La palabra de la víctima no vale nada si no está bien respaldada por otro poder, ya sea el de una cabecera con credibilidad y prestigio, como la del The New Yorker, o la de nombres propios con interés mediático y proyección social, como los de Angelina Jolie o Gwyneth Paltrow. Eso también debería hacernos reflexionar sobre las motivaciones de la propia profesión.

Ese silencio es el que traza la línea entre quien tiene poder y quien no lo tiene. Cuando se detenta ese poder, el silencio es algo que se puede comprar -con dinero, con promesas o con amenazas- pero cuando no se tiene, es simplemente un infierno en el que macerar el siempre injusto sentimiento de culpa. Con seguridad el silencio de Tarantino tiene las mismas razones que el de Asia Argento, aunque las consecuencias sean dolorosamente distintas.

Es el mismo silencio que hace que un actor que pretende querellarse contra un productor que no paga tenga problemas para encontrar compañeros que le apoyen. Es el mismo que siente un guionista engañado por un director de ficción de una cadena. En la intimidad, manifestaremos el aliento a la causa pero haremos comprender que no nos viene bien significarnos porque, quién sabe, quizá mañana recibamos una oferta de trabajo de ese productor o ese canal.

Es cierto que eso sucede en todas las profesiones del mundo pero llama la atención que en el mundo del espectáculo, donde nos manifestamos contra la corrupción, contra los desahucios, que nos movilizamos inmediatamente en cuanto creemos en una causa, seamos tan prudentes cuando el poder a combatir es el mismo que nos puede dar de comer.

Por eso creo que en este tipo de delitos, como en aquellos en los que la orientación sexual o identidad de género de la víctima es un factor determinante, es muy importante la inversión de la carga de la prueba. Eliminar la presunción de inocencia no es vulnerar el Estado de derecho; es ayudar a combatir el miedo, es apoyar al débil, es devolver su derecho a quien se le ha arrebatado. Weinstein no es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Ni el empresario que te despida por estar embarazada o por estar casado con un hombre. En esos casos, debe ser la persona acusada la que deba demostrar su inocencia y no el demandante quien, sin poder y con miedo, tenga que demostrar que se ha cometido un delito.

Sin embargo, todo este revuelo mediático está empezando a despedir aroma de morbo y tengo la sensación de que nada ha cambiado. Un poco de tempestad antes de la calma. Hemos leído artículos de actrices que aseguran haber sufrido acoso, que un productor les tocó un pecho, pero nadie aporta un nombre propio. Nadie. Y eso solo significa que nada ha cambiado.

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