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Guerracivilismo

Este domingo, más de un español debió evocar el fantasma de la guerra civil que la mayoría de las generaciones adultas actuales hemos conocido por boca de nuestros padres o abuelos, que aún rememoraban con horror la gravedad de aquella gran enemistad.

No hubo, es verdad, la saña homicida de entonces, cuando un país mucho más desequilibrado e inculto que el actual dio rienda suelta a sus pasiones y se lanzó a muerte contra quienes consideraba adversarios, enemigos, competidores, rivales. Pero sí fue evidente el empecinamiento de quien está dispuesto a todo por una idea, del perturbado que es capaz de obstinarse con un solo juguete doctrinario hasta el punto de eliminar a quien se lo dispute. Se vieron el domingo, en las calles y hasta en televisión, miradas de odio, ademanes de detestación y venganza que uno creía erradicados del solar de este país, y sin embargo han vuelto a planear a lomos del más indómito de los caballos: el nacionalismo.

Cataluña es un país próspero, profundamente entrañado en la idea de España aunque haya quienes lo nieguen por sectarismo. Ha habido, esto es evidente, desentendimientos que han perturbado la amistad pero que no tienen entidad bastante para destruirla por completo. ¿Cómo ha podido ser que llegáramos tan lejos en el camino de la discrepancia, que estemos al borde de arruinarlo todo por el afán de unos cuantos de levantar una frontera? O nos hemos vuelto locos o nos hemos dejado contaminar por un virus malsano. Es el tiempo de los falsos profetas que nos han envenenado. Lo que ocurre es que no siempre hay antídotos para las más graves enfermedades.

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