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Antonio Papell

Sobre una colosal mentira

Entre las mentiras que circulan de estos días están las que afirman que Cataluña fue una víctima del franquismo, que venía solo de fuera, o que la corrupción de Madrid no existe en el Principado

El viaje clamoroso del soberanismo catalán hacia la ruptura está basado en una colosal mentira que a su vez se desglosa en una serie interminable de falacias, tergiversaciones y engaños. Quizá la más llamativa de todas las mentiras sea la histórica, que de forma expresa o subliminalmente pretende reescribir la realidad afirmando que Cataluña fue una víctima del franquismo, que venía de fuera: franquismo castellano contra catalanismo democrático autóctono. Pues no: la dictadura fue gestionada en Cataluña por catalanes, y cuando el dictador iba a Cataluña y se hospedaba en el Palacio de Pedralbes, toda la burguesía catalana acudía a rendirle pleitesía. Hubo en Cataluña, como en el resto del Estado, una oposición al franquismo: una exigua minoría muy arriesgada que lo combatió desde las catacumbas y se jugó la vida en ello, y otra menos minoritaria que dio la cara en la última fase del régimen; una respuesta insuficiente muy para redimir a un país humillado por una victoria militar seguida de una brutal represión.

Otra gran mentira es la que dibuja a una Cataluña íntegra sojuzgada por la corrupción española/madrileña. En esta materia, la competición es muy reñida, pero el caso catalán es quizá más aparatoso todavía. Porque si en el Estado hubo una catarata de escándalos, en el Principado fue la familia del patriarca nacionalista la que encabezó, con él mismo al frente, el gran latrocinio, que benefició a la pequeña burguesía que formaba el entramado principal del sistema, y que ha salido a la luz en el caso Palau. El nacionalismo catalán ha sido de capillitas e influencias, bien poco patriótico. Carlos Jiménez Villarejo, antiguo fiscal anticorrupción, ha recordado recientemente que Cataluña está gobernada actualmente por uno de los partidos más corruptos de España, fundado por Jordi Pujol, defraudador fiscal desde los años ochenta según propia confesión y protagonista de la quiebra de la Banca Catalana, entre otras oscuridades que algún habrá que desvelar.

La tercera mentira abarca el supuesto maltrato económico que habría padecido Cataluña a manos de un sistema malévolo que buscaba el sojuzgamiento material de los catalanes. Ya se han vertido ríos de tinta sobre el particular, que desmienten la tesis de un maltrato sistemático, que, entre otros, mantuvo en mala hora Pasqual Maragall, sin fundamento alguno. Tuvieron que llegar Andréu Mas-Colell y Josep Borrell, el uno nacionalista y el otro socialista, para desenmarañar aquella confusión mal intencionada que engendró una explicable malquerencia en el corazón de muchos catalanes mal informados. Cataluña paga más porque es más rica, pero no ha sido ni es expoliada en modo alguno.

La cuarta mentira está relacionada con un pretendido hegemonismo del Estado español sobre la cultura catalana, que es totalmente incierto. La cultura catalana se ha desarrollado majestuosa y exuberantemente en democracia, en castellano y en catalán indistintamente, sin frenos ni corsés, de la misma manera que la lengua catalana se ha extendido sin límites hasta construir con el castellano un bilingüismo irreprochable. Con la historia, en cambio, los nacionalismos han cometido sus proverbiales desmanes, tergiversándola y pintando con la consabida puerilidad sus versiones sesgadas para salir siempre airosos, como héroes de leyenda. El destrozo historiográfico que se ha cometido en torno a 1714 demuestra lo que se quiere decir.

Todo lo cual no obsta para que los catalanes reivindiquen legítimamente lo que les plazca. Que reclamen, pongamos por caso, el criterio de ordinalidad y determinados límites a la solidaridad en materia económica; que exijan más competencias en educación y cultura; que soliciten más capacidad fiscal para poder recaudar ellos mismos lo que gastarán más tarde, etc. Pero más allá de lo razonable, ya se sabe que el nacionalismo es insaciable y que, a menos que el desarrollo intelectual haga que se desvanezca la pulsión instintiva, no dejará de exigir, de reclamar, de quejarse. Pero que no mienta, que no falsee los argumentos, que no engañe a los ciudadanos, ni siembre, en fin, cizaña, que es después muy difícil de extirpar sin hacer grandes destrozos sobre la cosecha.

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