La comparación más abusada, para ridiculizar el partido de la máxima USA-Corea del Norte, consiste en recordar que el Producto Interior Bruto del país asiático equivale a la mitad de la cantidad que los americanos invierten en sus mascotas. Esta desproporción obliga a reflexionar sobre el trato que los norcoreanos deben dispensar a sus magros animales de compañía, dado el exiguo presupuesto de que disponen para atenderlos. Cuando Trump promete "destruir totalmente a Corea del Norte", el coste anejo a la aniquilación apenas si supone un espaciamiento de la atención de peluquería a los perros de aguas californianos.
El abismo entre ambos contendientes implica que, afirmar que los norteamericanos quieren tratar a los nortecoreanos como a perros, supondría una exaltación. El can estadounidense medio disfruta de mejores y más frecuentes tajadas que el habitante de Pyongyang. Incluso Kim Jong Un vive peor que el caniche de Trump, bautizado Patton en honor del héroe del presidente que también se volvió loco. Los disidentes del país asiático cruzan la frontera con China al grito de "quiero vivir en las condiciones de un perro de Nueva York". No solo cuesta encontrar la gloria a obtener en un enfrentamiento tan desigual, sino que adjudicarle al dictador asiático la condición de rival incurre en hipérbole.
El pim pam pum o Kim Pam Trump norcoreano se debe pues a que, para el estadounidense, no hay enemigo pequeño. Si puede orientar los misiles de sus tuits hacia presentadores de la televisión matutina, no se detendrá ante un insolente que pone en peligro la correcta manutención de los alsacianos de Palm Beach. Suerte que el enfrentamiento entre Washington y Pyongyang conlleva un riesgo de apocalipsis nuclear. De lo contrario, sería una versión de serie B del España-Cataluña. En cambio, el combate del dictador loco contra Kim Jong Un ofrece la ventaja de su claridad, frente al laberinto de Oriente Medio. De hecho, Pyongyang cuenta con solo dos países de su lado, Irán y China. Dos más que Trump.
