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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

Demasiado humanos

No todo es legítimo, aunque parezca que el presente así lo exige. Cuando el mundo gira acelerado, más vale no perder el centro.

Recuerdo a duras penas la década en que nací. La conozco por lo que me han contado y por lo que he leído sobre aquellos años. Y también por lo que viví como niño, es decir, sin conciencia del peso de la historia. Fue un tiempo de ansiedad y desasosiego, trufado de esperanzas y decepciones. Como cualquier otra época, con sus matices y peculiaridades. En los setenta, Occidente sufrió la mayor crisis económica desde el Crac del 29 y el relato de la prosperidad asociado a la posguerra empezó a resquebrajarse. El petróleo subía y la inflación se disparaba sin control. En los EE UU se temía el sorpasso japonés y alemán, a la vez que la derrota en Vietnam -y poco después la toma de rehenes en lrán- hería el prestigio nacional. En el Reino Unido una revolución conservadora empezaba a concretarse con Margaret Thatcher y otra en la Iglesia católica con Juan Pablo II. El miedo a las consecuencias de una nueva guerra mundial, que esta vez sería nuclear, formaba parte del debate diario. El terrorismo, de raíz más o menos izquierdista, más o menos nacionalista, era una constante en bastantes países. Caía Allende en Chile y asesinaban a Carrero Blanco en Madrid. Moría Franco y con él se decía adiós a la dictadura desde una transición que no fue sencilla y que exigió muchas renuncias. Visto desde la perspectiva de hoy, no deja de asombrarnos que España lograra refundarse de un modo tan exitoso: cuarenta años de autoritarismo tras una larga y cruenta guerra civil, una crisis económica galopante y de gran magnitud -que requirió de nuevo enormes sacrificios y de la cual no se saldría definitivamente hasta mediados de la década siguiente-, el terrorismo de la ETA, la difícil coyuntura internacional con la Guerra Fría aún vigente y una sociedad todavía poco versada en los hábitos democráticos. Todo estaba por hacer y todo se hizo rápidamente: la democracia y la europeización, el cambio social y la recuperación de los derechos y las libertades, el despliegue de las autonomías y la puesta en marcha del Estado del Bienestar, los Juegos Olímpicos de Barcelona y los éxitos deportivos. Pero esto sucedió ya en los ochenta, cuando el mundo había cambiado por enésima vez: había caído la URSS y el comunismo y, de repente, parecía que los conflictos de la Historia se hubieran acabado. O eso pregonaba en los medios Francis Fukuyama. Parafraseando al poeta castellano, se diría que estrenábamos el mundo bajo una "luz no usada". Una luz, claro está, matinal y hermosa, virginal y sin sombras.

Eso creíamos o pudimos creer. Fue hermoso mientras duró, que fue poco: el tiempo de un ensueño. La Historia es conflicto y el instinto básico del poder consiste en la fuerza. De ahí que la ley -¡ay, apelar a la ley en estos momentos!- suponga para los demócratas un dique inamovible -aunque reformable, por supuesto- frente a las arbitrariedades del poder. Hay una relación íntima entre democracia y ley que va mucho más allá de lo tangencial, puesto que afecta a su núcleo básico. Las leyes constituyen el estilo de la democracia frente a la soberbia del poder -una forma de elegancia que hace posible la convivencia libre-. Y más cuando resurge la ansiedad y de repente la Historia vuelve a galopar desbocada, como acostumbra a hacer. Y el nacionalismo regresa en el Extremo Oriente -la presión imperial es allí excesiva- y Rusia se dedica a desestabilizar Europa y el Brexit alimenta el circuito de la renacionalización de la soberanía y Donald Trump nos muestra cómo incluso en los Estados Unidos el populismo puede enfrentar a una parte de la sociedad con la otra. Y que la brecha social va en aumento porque sencillamente no hay modo de parar las dinámicas globales ni las tecnológicas. Somos demasiado humanos para dejar de serlo. Por fortuna y también por desgracia.

Ya no quedan "luces no usadas", sino que la Historia siempre parece demasiado vieja y al mismo tiempo nueva, por imprevisible e inquietante. Dejar que el mundo siga girando mientras uno permanece en el centro es lo que viene a proponer -ligeramente secularizado- el emblema de los cartujos. No perder el centro significa sobre todo no dejarse llevar por el dictado de las emociones y recordar que no todo es legítimo. Por mucho que el tiempo -y sus modas- así lo exija.

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