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Camilo José Cela Conde

Molinos

Al leer la publicidad -desplegable, en la edición digital de este diario- del Consell de Mallorca en favor de proteger los molinos, hice...

Al leer la publicidad -desplegable, en la edición digital de este diario- del Consell de Mallorca en favor de proteger los molinos, hice por primera vez lo que jamás creí que haría: pinchar en el anuncio. Y al hacerlo recordé de inmediato algo que me había llamado la atención en California. Hay allí carteles que te ofrecen apadrinar una autopista. Al Consell se le ha ocurrido lo mismo pero con los molinos del Pla de Sant Jordi. Hay una diferencia, sin embargo. Yendo desde San Diego a Los Ángeles los carteles te animan a que una autopista -un trozo de ella, imagino- lleve tu nombre, y las hay que ya han sido bautizadas así. Para los molinos, una vez que has ido a la página web que detalla la iniciativa, te piden desde el Consell que ayudes a protegerlos y para poder hacerlo viene una dirección de correo electrónico y un número de teléfono en los que conseguir la cuenta corriente a la que habrá que transferir la aportación.

Me temo que la diferencia importa. La naturaleza humana, en particular la de quienes tienen dinero suficiente como para destinarlo a proteger carreteras o edificios en desuso, se alimenta de la vanidad. En los Estados Unidos las cátedras llevan nombres no de grandes científicos, historiadores o literatos sino de los mecenas que dieron dinero, mucho dinero, a la universidad. No sé cuánto cuesta ponerle tu nombre a una autopista pero no será nada barato porque, de lo contrario, aquello parecería la lista de los números de teléfono que salía en las guías de antes. Se trata de comprar notoriedad de la más difícil de obtener.

Seguro que habrá quienes estén dispuestos a dar unos cuantos euros para salvar los molinos del Pla y, si la conciencia en favor de conservar las cosas fuese algo corriente, serían tantas las aportaciones que no haría falta nada más. Pero ya sea porque hay quienes piensan que eso equivale a la caridad, que son las instituciones públicas las que han de cubrir los gastos necesarios, o porque tampoco está tan extendida la conciencia de la contribución espontánea abundando como abundan los impuestos que esquilman al ciudadano, sería cosa de copiarles la idea a los californianos poniendo el nombre del benefactor a los molinos salvados. Poca rémora es la de una placa con tal de que no terminen en el suelo esas reliquias de nuestra historia, como ha sucedido con tantos otros de sus equivalentes.

De momento no es necesario pedir dinero al ciudadano para restaurar las iglesias que languidecen en la España despoblada pero todo se andará. Aunque en ese caso nos íbamos a tropezar con algún que otro problema teológico porque los molinos no tienen santos y vírgenes con nombre y, en ocasiones, apellido pero las iglesias, sí. Será cosa de ver si los poderes eclesiásticos aceptarán añadir al recuerdo de la santidad el del éxito en los negocios. Pero estamos hablando, de momento, de los molinos. Mejor el nombre del benefactor que una marca de champú.

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