En la campaña presidencial estadounidense de 2008, la multimillonaria Michelle Obama indicó que nunca se había sentido orgullosa de su país, y se quejó continuamente del racismo. Sus exabruptos eran tan desagradables que los asesores Demócratas la obligaron a callarse, para que su esposo llegara a la Casa Blanca y ella accediera a la condición de Primera Dama y Gran Señora. Una década después, se comporta en Mallorca con una llamativa xenofobia hacia los indígenas. El pasado domingo por la noche en un establecimiento de la palmesana plaza de Sant Francesc, sin ir más lejos, se conminó a la clientela de pago a que ni se les ocurriera tomar fotografías de la oronda y sus cortesanos. Por no hablar de las fugas con su comitiva, y de las excursiones con trayectos liberados de los engorrosos nativos.
¿Quién se cree que es la xenófoba Michelle Obama? Salvo que nos hayamos descontado, esta aprendiz de Beyoncé ni ocupa un cargo público ni ha sido jamás votada para ninguno. Ni vende un solo disco. Bill Clinton era presidente cuando acudió con Hillary y Chelsea a la terraza de un local del Paseo Marítimo, sin imponer ninguna restricción a los clientes. Claro que la figurona estadounidense está acompañada por su decorador en la Casa Blanca, afortunadamente mejorado con los dorados de Trump. El neopaletismo mallorquín trata como eminencias a un interiorista y a su pareja pese a que, en el último recuento, andábamos sobrados de coloreadores de paredes.
Obama se da en Mallorca aires de emperatriz con nuestro dinero, porque sus desmesurados guardaespaldas pertenecen a las siempre apuradas fuerzas policiales. Mientras preservan la alergia a los aborígenes de esta ricachona irrelevante, no están protegiendo al turismo del acuciante yihadismo. La xenofobia no es un crimen, por lo que a la señorona Obama le asiste todo el derecho a que le repugnen los mallorquines. Quién podría culparla pero, por qué no se va entonces a otra isla. La sumisión no es la respuesta. Ocupad Mallorca.
