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Norberto Alcover

Y ahora, ¿qué?

Han pasado largos días desde los asesinatos de Barcelona. Hemos organizado una especie de funerales nacionales para intentar...

Han pasado largos días desde los asesinatos de Barcelona. Hemos organizado una especie de funerales nacionales para intentar compartir el dolor de los catalanes. Los matarifes nos han permitido un despliegue infinito de teorías, de estrategias, de persecuciones y hasta de hipótesis magníficas sobre ellos y sobre nosotros, y de todos a la vez Se ha comentado el pasado, el presente y sobre todo el futuro del problema, en una suerte de pescadilla que una y otra vez se muerde la cola, siempre lo mismo. Unos que si eran buenos a pesar de todo, otros que si subyacía una explicación mucho más tenebrosa, y algunos optaban por un silencio claustrofóbico, un silencio que mostraba su infinita y absoluta perplejidad. Convocatorias de duelo. Todos juntos, sin ausencia de casi (digo casi) nadie. Lecturas emocionantes y velitas por doquier. Lágrimas, consternación, y hasta abucheos en un clima solamente roto por quienes no pierden oportunidad de mostrarnos sus inquietudes a punto de estallar. Como si nada hubiera sucedido. Como si los asesinatos permitieran golpear a sus auténticos enemigos. ¿Tal vez nosotros? En fin que, han pasado un montón de días y esa Barcelona sorprendida está siendo sustituida por otras fotografías y por otros rostros y por otros envites españoles. Siempre lo he escrito cuando sobrevenían atentados de todo tipo: la gente, yo mismo, nos dejamos invadir por la desolación, más tarde por la compasión pero al final por un olvido nacido de la necesidad de no enfrentarnos a la verdad. A nuestra impotencia. A la rabia más infecta pero lógica. Las Ramblas son objeto de emocionantes recuerdos y de promesas de fidelidad maravillosas. Las Ramblas son para pasear, que es lo que toca. Esto del terror es un momento repugnante, a pasar página.

Pero los muertos, los asesinados están ahí. Y debieran perseguirnos como fantasmas entre nubes de polvo, de ramas, de gritos, de personas despavoridas, camino de un camino que jamás pensaron en recorrer. Y escribo: ¿qué les respondemos? Pues yo mismo, que escribo estas letras tan doloridas y hasta irritadas, carezco de una respuesta que me satisfaga, que no considere un tanto inútil, que consiga modificar la situación. ¿Tienen mis lectores alguna alternativa más allá de todas las que han recorrido los políticos y los medios desde los días de la masacre? Está claro que podemos trabajar por mejorar y aumentar los servicios de información y de seguridad. Es evidente que reflexionaremos sobre nuestra actitud ante los focos doctrinales del terror. Podemos entablar diálogos más intensos con los creyentes en otro Dios, incluso rezar juntos. Hacernos fotografías en lugares maltratados por el odio como testimonio de memoria. Tal vez, recordar a los muertos de esta manera o de la otra. Hasta levantar un monolito, en fin. Podemos incrementar la unidad europea frente al terrorismo mucho más y mejor, y hasta controlar la frontera marroquí con mayor eficacia. Pero todas estas medidas/respuestas me suenan a "ya visto", a "ya escuchado", a "ya leído". Sin pizca alguna de originalidad. Qué tristeza escribir estas palabras, qué desolación quedarse en la compasión, en el dolor, en cierta desesperanza. Escribo lo que de verdad siento. Y en general, pienso. ¿Con matices? Ofrezco dos.

El primero, observar mucho más de cerca los lugares culturales en que puede expandirse la tentación de matar al diferente, sin dudar a la hora de clausurar los que sean necesarios. Segundo, plantearse de verdad la posición política, diplomática, económica y religiosa ante los focos del terror internacional, a pesar de algunas consecuencias molestas para todos nosotros. Tenemos los nombres de cada uno. Y nada ni nadie puede justificarnos seguir abrazando a quienes financian y forman a los "doctores en mortandad". Ambas cosas son posibles, y si dejáramos de llevarlas a cabo, es que somos incapaces de enviar un mensaje de determinación y eficacia al enemigo. Porque los creyentes en cualquier Dios que merezca tal nombre, seguramente son muy buena gente, pero quienes los confunden y convierten en guardianes del terror, son mala gente, enemigos de la vida, antidioses sin excusa alguna. ¿Sería mejor no escribirlo? En absoluto. El silencio es fatal. Ayuda a matar. Y además nos hace corresponsables por omisión de tantísima crueldad. Hay que digerir esta afirmación con realismo, sin subterfugios de medio pelo, sin que necesariamente suponga o conduzca al odio, a la exterminación de personas sin discernimiento objetivo.

Y además de estos matices, añado un detalle que juzgo relevante, muy relevante: son los creyentes en ese Dios alternativo quienes tienen la urgente obligación de colaborar en la búsqueda y captura de sus pretendidos hermanos en la fe pero que matean, extorsionan, maldicen, eliminan a quienes no estamos de acuerdo con ellos, aunque podamos compartir teóricamente determinados valores. Ellos y ellas tienen que mostrar su auténtica actitud poniendo remedio a los desmanes en sus barrios, en sus lugares de culto, en su vida cotidiana, porque nosotros podemos tomar algunas medidas, ya dichas, pero sin su colaboración es imposible acabar con esta lacra tan inmoral e injusta. Debieran demostrarnos su complicidad con nosotros de forma activa y constatable. Nada de traiciones inhumanas, pero sí tomar consciencia de que tienen una deuda de gratitud con los países en donde se les ha acogido para vivir y convivir en paz, justicia y libertad.

¿Seremos capaces de llevar a término estas sugerencias prácticas y necesarias, desde mi punto de vista? Solamente dependemos de nuestra "conciencia ciudadana y democrática", que solía decir el siempre recordado Aranguren, hace tantos años. como creyentes en el Dios revelado en Jesucristo y que es padre, en caso de que lo seamos, estamos dispuestos a trabajar por un futuro deseado y merecido, recordando cómo en tiempos antiguos y tal vez no tan antiguos, fuimos capaces de crueldad e intransigencia, también en nombre de nuestro Dios. Sabemos lo que implica error tan tremendo, pero por ello mismo tenemos que hacer todo lo posible para evitar padecerlo en nuestra carne. Porque nuestra fe exige la caridad evangélica, pero jamás nos exime de procurar una justicia no menos evangélica. Así están las cosas.

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