Diario de Mallorca

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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Botellón

Muchos universitarios americanos creen que Ibiza es un lugar tan lleno de maravillas como lo era para los europeos medievales el reino africano del Preste Juan, de quien se decía que vivía en un palacio de cristal traslúcido rodeado de centauros y gigantes. Para esos universitarios -lo sé porque hablé a menudo con ellos de estas cosas-, Ibiza es un lugar infinitamente más marchoso que Las Vegas o que Miami y en el que se puede hacer literalmente de todo. Cuando hablábamos de los viajes que soñaban hacer algún día, todos -chicos y chicas- soltaban un suspiro y luego añadían en voz muy baja: "Ibiza", alargando mucho la "a" final como si en esa vocal estuvieran ocultas todas las maravillas que esperaban encontrarse allí. Yo les preguntaba qué cosas imaginaban que podrían hacer en Ibiza y que no podían hacer en su propia casa, pero ellos sacudían la cabeza y se limitaban a repetir con los ojos entrecerrados: "Ibizaaaaa".

No hay afrodisíaco más poderoso que la imaginación humana. Esos universitarios no sabían casi nada de Ibiza -casi ninguno sabría situarla en un mapa si se lo pidieran-, pero todos estaban convencidos de que allí podrían hacer todo lo que alguna vez se les había pasado por la cabeza. Todas las cosas que ni siquiera se atrevían a nombrar porque en el fondo les daba miedo -todas las depravaciones y todos los vicios posibles y todas las conductas más o menos delictivas que estaban prohibidas en su país-, todo eso, sí, estaba allí al alcance de cualquiera, igual que todos los placeres y todos los portentos que podían hacerle perder la cabeza a un ser humano. "Ibizaaaaa".

¿Qué se puede hacer contra una imagen tan seductora y poderosa? Si lo pensamos bien, muy poco. Y sobre todo si esta imagen -o más bien este delirio- es compartido por millones de jóvenes de toda Europa. Playa, alcohol, sol, drogas, sexo: ¿qué más se puede pedir? Y pasa lo mismo con muchas zonas de Mallorca: miles de jóvenes alemanes y británicos están convencidos de que cala Rajada o Magaluf serán para ellos el reino de la felicidad de Shangri-La. Nunca, en ningún sitio, verán tantos jóvenes juntos dispuestos a pasárselo en grande en un espacio tan pequeño. Para nosotros Magaluf es sinónimo de horror y fealdad, claro está, pero para millones de jóvenes es la idea más aproximada de lo que puede ser un paraíso. Sin leyes ni normas, sin viejos, sin familias, sin casas que respetar ni limpiar, sin horarios, casi sin ropa. ¿Qué otra cosa puede gustarles más?

Este verano llevé a mis hijos a Magaluf porque para ellos era un lugar tan atractivo -y misterioso- como lo era Ibiza para los universitarios americanos. Vimos hordas de jovencitos con un resacón descomunal, detenidos ante un paso cebra como si no supieran si debían cruzarlo cabeza arriba o cabeza abajo (cabeza abajo parecía la opción más probable). Vimos un kebab vacío y a la entrada un hombre sentado con una infinita expresión de aburrimiento y que debía de ser el dueño o alguien que había encontrado una silla libre y la había ocupado. Vimos ropa tendida en los balcones y toallas colgando de las barandillas y una chica que corría descalza por la acera. Vimos una pareja joven empujando resignada un cochecito cerca de Punta Ballena. Vimos a los taxistas esperando clientes que luego no les podrían pagar porque estarían demasiado borrachos para recordar qué cosa era un taxi y qué cosa era el dinero y qué cosa era el mundo. Vimos bares y pubs y salones de juegos de azar en los que no había un alma (era de día). Vimos edificios horribles y edificios bonitos. Vimos chalets de los años 60 que resistían impertérritos el asedio de bares y discotecas, igual que esos colonos británicos en Zululandia que fingían no ver nada de lo que tenían a su alrededor. Y sí, la verdad, todo nos pareció muy exótico. Y muy raro. Y muy interesante. Contando, por supuesto, con que uno no tuviera que vivir allí.

Pero ahora me pregunto cómo se puede evitar el hechizo que tienen esos lugares. "Ibizaaaa", "Magaluuuuf" (que los tabloides británicos llaman "Shagaluf" y es fácil imaginar a qué se refieren). ¿Cómo impedir que atraigan a miles de jóvenes que quieren perder la cabeza como sea, a veces incluso literalmente haciendo balconing? ¿Cómo conseguir que en vez de jóvenes en busca de sexo y drogas y alcohol vengan familias en busca de tranquilidad y silencio? ¿Es eso posible? ¿Se puede lograr de algún modo? Eso es lo que me gustaría saber. Si es que alguien lo sabe.

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