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Jose Jaume

Desde el siglo XX

José Jaume

Rajoy, desmemoria y desvergüenza

Mariano Rajoy protagonizó, con la apreciable ayuda del presidente del Tribunal, una actuación sustentada a partes iguales...

Bien mirado, qué cabía esperar de quien en su día, en 2002, porque para entonces él ya estaba de cuerpo presente, espetó que lo que salía del Prestige, el petrolero que cubrió de chapapote las costas gallegas, eran "hilillos de plastilina". Nada podía aguardarse del que también aseguró que el rescate de las cajas de ahorro españolas no tendría ningún coste para los ciudadanos. Se trataba de un crédito de los socios europeos otorgado en condiciones ventajosas. La factura asciende como mínimo a 60.000 millones de euros. Ninguna esperanza debía depositarse en quien, con la adocenada solemnidad que le caracteriza, exclamó contrito que "todo es falso, salvo alguna cosa".

El presidente del Gobierno, eficazmente auxiliado por el juez Ángel Hurtado, presidente de la sala de la Audiencia Nacional en la que prestó declaración, lo que el magistrado Hurtado intentó impedir, recordémoslo, exhibió sus modos y maneras, su conocida displicencia, hasta el orgullo de casta, de quien se sitúa por encima de los demás, porque estima que es un derecho natural el que le asiste, el que le posibilita pertenecer a una clase que debe, también por ignoto derecho divino, gobernar siempre España. Lo otro son indeseadas jugarretas del destino, que hay que corregir en la medida de lo posible.

Es evidente obviedad afirmar que para Rajoy fue una humillación tener que comparecer en la Audiencia Nacional para dar cuenta de las corrupciones que han anidado en el PP en el que él, siempre y en todo momento, se ha desempeñado con cargos de máxima responsabilidad. Pero, ay, qué larga es la desmemoria, qué fecunda la desvergüenza cuando las constataciones están al alcance de cualquiera, de quien las quiera ver sin las anteojeras ideológicas que tanto se prodigan en las Españas.

Mariano Rajoy es un político tóxico para el país y para las derechas. Se sostendrá que mantiene al PP en el Gobierno, que ha ganado las dos últimas elecciones generales y hasta que las alternativas son de tan difícil urdimbre que, de hecho, no existen. Sin considerar que viene de perder la mayoría absoluta regalada en 2011 por la rendición incondicional de José Luis Rodríguez Zapatero y que la mutua neutralización entre PSOE y Podemos impidió a Pedro Sánchez obtener la investidura, debemos recordar que Rajoy ha perdido más de 45 diputados, que gobierna sustentado en el carísimo respaldo ofrecido por el PNV, que está obteniendo lo que hubiera dado pie a que el PP pusiera el grito en el cielo y a lo que fuera en las calles de haberlo hecho cualquier otro gobierno, y a que cuenta con el respaldo del partido sobre el que un connotado banquero español dijo que había que crear un Podemos de derechas. Ahí está para salvar a Rajoy del precipicio, aunque lo mortifique, pero poniendo cuidado, mucho esmero, en salvaguardarle los órganos sensibles. De Rivera y Ciudadanos tampoco a nada hay que aspirar.

La toxicidad de Rajoy Brey viene dada por el daño que inflige a la institucionalidad española. El presidente del Gobierno sabe que para evitar vérselas seriamente con los tribunales por lo acaecido en el PP es perentorio que siga en La Moncloa, y a ello lo supedita todo, hasta la citada estabilidad institucional. La considera secundaria, porque de estar anclados en la llamada normalidad democrática alguien concernido por los sucesos que lastran al PP habría presentado las dimisiones en cadena que se estimasen tan necesarias como obligadas. Un colega europeo del presidente del Gobierno, en la tesitura en la que éste se halla, por decencia y prurito democrático abandonaría el cargo.

Nada de eso sucede en España: el PP, al unísono, considera a Rajoy su hombre hasta que deje de serlo. Es descorazonador oir lo que han dicho los prebostes populares desde el miércoles. España está en una de sus horas difíciles, conviene que el Gobierno de la nación lo presida un estadista, no Rajoy.

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