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¿Hace un porrito?

Hace una treintena de años, un amigo libanés poseía una finca bastante extensa en el valle de la Beka'a. La tenía dedicada a la producción agrícola: mitad alfalfa, mitad marihuana. Comercializaba la alfalfa y la vendía para mejorar la producción lechera de las vacas que rumiaban en las laderas de los montes aledaños de Beirut. En cuanto a la marihuana, la procesaba, secaba y utilizaba para hacer cigarrillos sin mezcla, que luego procedía a empaquetar en cartones de Gitanes. Imagino que vendía parte de su alijo. El resto lo regalaba a los amigos.

Era un tiempo de incertidumbre. Nos hablaban de una droga alucinógena de efectos amables, que hacía reír y que servía además para atenuar las consecuencias de determinadas enfermedades. Que producía alucinaciones no quedaba duda: en origen la droga se llamaba hashish, palabra turca de la que derivó hashasheen y, naturalmente, asesino. La consumían los sicarios de entonces para enloquecer y estimular su deseo de matar. No era, desde luego, comparable al estado de euforia simpática y creativa que perseguían los niñatos americanos que iban a la India a buscar el Shambala, el estado de pureza budista del que emanaba la paz.

Pero la droga era la misma. Nada nuevo en el mundo del norte de África, por ejemplo, en donde se producía y exportaba y aún hoy llega a nuestras costas con voluminosa frecuencia. Nada que ver con las más siniestras y potentes drogas provenientes de China, el opio, o de America Latina, la cocaína. Poco que ver con lo que hoy se conoce como drogas de diseño o las más perversas mezclas, como el crack.

El opio produjo una guerra colonial entre China y Gran Bretaña y la cocaína se consumía en los salones más elegantes de Nueva York (e incluso era parte de la fórmula de la Coca-Cola). Sherlock Holmes y Freud se inyectaban heroína que, tomada con control y pureza, aunque adictiva, no parecía más letal que la ruleta rusa.

En algún momento del siglo XX se produjo una doble consecuencia del tráfico de drogas: se convirtió en una fuente de riqueza para los traficantes y sus productos se encarecieron de tal modo que era más sensato económicamente mezclarla con cualquier cosa que aumentara su volumen, su precio y la necesidad de consumir. De ahí, los cárteles colombianos y mexicanos, máquinas de asesinar y acuñar moneda. En Colombia es conocido el aforismo "juez millonario o juez muerto", tal es el poder de control de las mafias y sus ejércitos. El que hace la vista gorda, se enriquece; el que lucha contra la mafia es asesinado.

Y llegamos al eje sobre el que gira hoy el mundo de la droga: ¿lamentamos a los muertos por adicción más que a los muertos por el crimen del tráfico de estupefacientes? Tengo la respuesta: el que quiera morir por una sobredosis, igual que el que quiere morir por alcoholismo, debe ser libre de hacerlo. Allá él. Cada cual debe poder escoger el método de su suicidio.

En cambio, la legalización de las drogas tendría un efecto positivo inmediato: acabaría de golpe con el crimen callejero, con las mafias y los cárteles, liberaría el comercio de estupefacientes que se abarataría de forma espectacular y, como el tabaco, podría ser controlado por el Estado y suministrado por las farmacias con garantía de pureza. De un solo golpe. La droga seguiría siendo adictiva y letal pero los mismos que la consumen hoy (y son muchos en los consejos de administración, en los salones elegantes y al volante) la consumirían mañana con garantías. Y si luego, drogados hasta las cejas hacen el idiota, allá ellos.

Los responsables de tomar estas medidas, en los gobiernos y en las organizaciones internacionales, se asustan y se retienen porque temen que, liberalizando la droga, se produzca una explosión de consumo, sobre todo en los jóvenes. Es un riesgo, desde luego, pero no más que la explosión de consumo de whisky que no se produjo cuando fue derogada la Ley Seca en Estados Unidos. El consumo del tabaco, por otra parte, más adictivo que cualquier otra droga, está reduciéndose de forma importante con el doble método de la presión social y fiscal. Aunque tampoco es manca la hipocresía de los Estados, que venden cuantas cajetillas pueden y luego pretenden castigar el consumo subiendo los impuestos.

El problema añadido es que para acabar realmente con la cuestión, la liberalización debe ser global; no puede ocurrir que un grupo de países legalice la producción y venta de las drogas mientras otros la mantienen.

Todos a una. Aunque, bien pensado, la legalización de la marihuana en California (y en Uruguay) no parece estar produciendo una avalancha de drogados llegando a San Francisco para ponerse ciegos de maría.

¿Hace un porrito? A mí no.

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