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Antonio Papell

El FMI y las pensiones

Las reformas del sistema de previsión social de 2011 y 2013, realizadas en plena crisis económica, pusieron término a la indexación de las pensiones con el IPC. Se introdujeron dos nuevos mecanismos para estabilizar el sistema vigente entonces: el factor de sostenibilidad, que fijó la edad de jubilación en los 67 años, y el índice de revalorización, complejo, que tiene en cuenta la inflación media, los ingresos del sistema público de pensiones y la situación en la que se encuentran las finanzas de la Seguridad Social durante una media de once años (contando los seis anteriores al momento del pago de la pensión y las previsiones de los cinco siguientes). Además, se estableció que el alza de las pensiones nunca sería inferior al 0,25%.

Así las cosas, la AIREF (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal) ha advertido de que, con la marcha actual de la economía, las pensiones no subirán más de un 0,25% al año (el mínimo legal) hasta 2022. En otras palabras: los pensionistas actuales experimentarán una pérdida de poder equivalente de entre el 6,5% y el 10% durante este próximo lustro (según la inflación anual media se ubique más cerca del 1,5% o del 2%). De hecho, la inflación en 2016 fue del 1,5% y las pensiones crecieron un 0,25%, lo que significa que los pensionistas han perdido ya el 1,25% de su poder adquisitivo.

Tras la formación de gobierno en minoría el pasado año, prácticamente todos los grupos políticos menos el PP han considerado necesario regresar a la indexación anterior de las pensiones con el IPC. La Comisión parlamentaria del Pacto de Toledo está trabajando para efectuar una propuesta de reforma del modelo actual, que está en una situación muy comprometida: el déficit calculado para este año será de unos 18.000 millones de euros. Y ya se agota el Fondo de Reserva, que llegó a superar los 60.000 millones y que nos ha permitido sobrellevar el problema durante los peores años de la crisis.

Pues bien; en esta coyuntura, ha irrumpido el Fondo Monetario Internacional (FMI), que en su análisis anual sobre la economía española recomienda que se mantenga el actual régimen de pensiones. A su juicio, sólo así será sostenible el modelo y se cumplirá además el objetivo de que el ajuste se reparta "entre generaciones". La argumentación del FMI se basa en que la pensión media española ronda el 80% del salario medio (recientemente, el secretario de Estado de Seguridad Social, Tomás Burgos, ponía el grito en el cielo porque las nuevas pensiones han alcanzado de media el 86,6% del salario medio), un porcentaje mucho más elevado que la media europea, y aunque reconoce que si se mantienen los parámetros actuales bajará el poder adquisitivo de los pensionistas, dentro de treinta años todavía seguirá por encima de la media de la UE. Además, está próxima a jubilarse la generación del baby boom, con lo que la sostenibilidad será todavía más difícil de alcanzar.

Esta argumentación, adusta y fríamente neoliberal, es lógicamente opinable, pero la solución no puede ni debe provenir de una reflexión técnica: es la política la que debe marcar las decisiones. Porque en prácticamente todos los países de Europa, el sistema de previsión es deficitario, con lo que es preciso recurrir a las transferencias directas desde los Presupuestos Generales del Estado para mantener los equilibrios. En consecuencia, también en nuestro país debemos decidir a) si consideramos un deber moral mantener el poder adquisitivo de los pensionistas; y b) qué parte de la carga va a descansar en las cuotas y qué parte en el erario público. Vaya por delante que muchos pensamos que el poder adquisitivo de los pensionistas no ha de ser reversible.

En cualquier caso, el hecho objetivo del incremento constante de la esperanza de vida debe ser introducido en el equilibrio final que se pacte, con criterios de voluntariedad. Además, quien desee prolongar su vida laboral debería merecer un retiro más alto que quien la acorte todo lo posible. De cualquier modo, el sistema de pensiones es el fundamento del estado de bienestar característico de nuestras democracias, que perderían adhesiones y estabilidad si se mostraran incapaces de mantenerlo.

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