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Antonio Papell

La apoteosis del Orgullo

Hoy, sábado, tiene lugar en Madrid la gran manifestación del WorldPride 2017, el día mundial del Orgullo LGTB, que se celebra cada año en una ciudad distinta del planeta. Millones de personas han acudido a la capital española disfrutar de unas jornadas festivas que son asimismo una gran eclosión de libertad y una reivindicación de la diversidad en todos sentidos. La celebración rememora los disturbios de Stonewall (Nueva York, EE UU) del día 28 de junio de 1969, que marcaron el inicio del movimiento de liberación homosexual. La manifestación se celebrará al día siguiente de que Alemania haya reconocido el matrimonio homosexual.

Nada es muy reciente en este asunto. Hasta 1973, el Manual diagnóstico y estadístico de enfermedades mentales (DSM, según sus siglas en inglés), considerado como la biblia de la psiquiatría a nivel mundial, consideraba la homosexualidad como una "perturbación sociopática de la personalidad"; en aquel año, fue retirada de la lista de patologías gracias a los esfuerzos del eminente Robert Spitzer, uno de los padres de la psiquiatría moderna, con lo que la maldición antropológica dejaba de tener sentido.

Poco a poco, las sociedades occidentales fueron adaptándose a la nueva realidad y dejando atrás las supersticiones y los atavismos morales, hasta que la tolerancia se fue abriendo paso. En 1977, en Barcelona, una manifestación reivindicativa del Orgullo gay fue reprimida por la policía. Pero en 1978 ya era autorizada otra en Madrid, que fue la primera de una serie ininterrumpida. En 2005, el gobierno de Rodríguez Zapatero legalizaba el matrimonio entre personas homosexuales, lo que hacía de España pionera en tal muestra de tolerancia y de respeto hacia una minoría postergada y perseguida secularmente. Muchos otros países han ido reconociendo la indiscriminación por razón de sexo, pero otros muchos -72, según los últimos cómputos publicados- penalizan todavía la homosexualidad, un puñado de ellos con la pena de muerte.

Los homosexuales, como los judíos y otras minorías étnicas, han sido sistemáticamente perseguidos hasta hace poco en nuestras sociedades occidentales, pero la saña ha sido todavía mayor en las dictaduras. Compartieron con los judíos y los gitanos el dramático sino del Holocausto y en nuestro franquismo padecieron una cruel adversidad, en la que intervinieron con saña muchos psiquiatras y jueces de la época. El libro Al margen de la naturaleza, de Víctor Mora, premiado con el Premio Sagasta y publicado por Debate en 2016, ha recogido todo el oprobio de aquella persecución y ha registrado los apellidos de los clínicos y magistrados que actuaron en aquella ominosa cacería.

Las cosas han cambiado, los daños producidos sobre las sucesivas generaciones son ya irreparables y hoy es preciso terminar la tarea de rehabilitación social de unas personas que todavía padecen cierta descolocación social -por decirlo suavemente-, que se traduce en una profusión de agresiones y diversos delitos de odio que afectan al colectivo. Como sucede con la erradicación de la violencia de género, que requiere un proceso educativo intenso y perdurable en todos los ámbitos, el combate contra las demás formas de exclusión social debe hacerse de manera activa y explícita, para que nadie más sufra en este país por su raza, por su credo, por sus valores, por sus preferencias sexuales o por cualquier otro elemento identitario.

La fiesta del Orgullo tiene, en fin, razón de ser porque todavía los heterodoxos tienen que luchar por su instalación en el planeta de la normalidad, aunque la fiesta y los fuegos de artificio parezcan indicar que la tormenta ha pasado y que ya todo es alegría. Todavía hay una dramática y adversa realidad bajo la espuma de un mundo en que sigue habiendo zonas sórdidas y no ha cesado la marginación. La España negra se va poblando de colores, pero todavía hay, en las últimas aldeas y arrabales, un atávico rechazo a lo no convencional, a lo distinto. Y hemos de acabar con él.

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