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Las cuentas de la vida

A la espera de la firma

El anuncio de un referéndum para el 1 de octubre carece de validez jurídica a falta de su firma. pero creer que fue solo un acto publicitario de consumo interno constituye un error

El llarg procés ha dado un nuevo paso adelante en forma de retórica burbujeante. Se han anunciado la pregunta -"¿Quiere que Cataluña sea un Estado independiente en forma de república?"- y la fecha -el próximo 1 de octubre, con la diada del 12-S como supuesto arranque simbólico de la campaña por el sí-; pero, por ahora, se trata tan sólo de un acto publicitario que busca cumplir etapas en espera de un error del gobierno de Rajoy. El auténtico momento decisivo, de todos modos, llegará poco después, cuando el Govern de la Generalitat firme la convocatoria oficial del referéndum (se rumorea que podría ser en agosto, ajustando los plazos al máximo), lo que forzaría seguramente la actuación de los tribunales. Mientras tanto, el Gobierno sigue empecinado en seguir con lo que podríamos denominar la "doctrina Rajoy": esperar, observar y dejar que el tiempo haga su trabajo. El problema, por supuesto, es que el tiempo no siempre realiza su cometido. O sí, emponzoñando aún más una situación ya de por sí complicada. En ocasiones, la táctica puede no resultar estratégica. El drama de la derecha española es su falta de proyecto nacional. El drama de Cataluña es la fractura, interna y externa.

Cabe pensar que -tras el 9-N-, en Madrid se interpretará la convocatoria del 1 de octubre como una especie de pantomima, sin ningún efecto real aparte de alargar el procés y prepararnos para la convocatoria inmediata de unas nuevas autonómicas. Es una tesis -al parecer defendida por Soraya Sáenz de Santamaría- que da cobertura a una actuación de perfil bajo por parte del gobierno: poca política, pocos gestos y proceder vía tribunales cuando sea necesario. En el fondo, se trata de una lectura de la realidad estrictamente legal. Las leyes democráticas definen el marco de actuación posible y es la misión de las instituciones moderar la conflictividad política y social cuando ésta tenga lugar. La cuestión, sin embargo, es saber si nos encontramos ante un problema susceptible de ser analizado con las herramientas clásicas del liberalismo -instituciones, leyes, elecciones, consenso- o si más bien se trata de una variante posmoderna de la revolución. Lo posmoderno aquí consistiría en mutar el concepto de democracia -confundiéndola con lo plebiscitario-, al tiempo que una amplia minoría muy bien organizada es capaz de modelar el relato social frente a una mayoría desmotivada políticamente. En los procesos revolucionarios, primero la minoría obtiene la legitimidad moral para después atropellar las leyes. Se diría que ningún marco legal puede perdurar sin una legitimidad que alimente la cohesión de la ciudadanía. Desde esta perspectiva, renunciar al discurso político constituye un grave error.

El problema que tiene Rajoy -acentuado por la sobredosis de corrupción y por el renovado "no es no" de Pedro Sánchez- es que difícilmente la derecha tiene la capacidad de aglutinar con su discurso un proyecto que no vaya a ser demonizado de inmediato por la izquierda y por el nacionalismo. Se trata de una debilidad con la que sin duda cuenta el presidente del Gobierno y que explica en parte su timidez al respecto. Eso, y su carácter, claro está, tan alejado del perfil neocón de Aznar. En este sentido, resulta plausible creer que un gobierno del PSOE hubiera sido capaz de actuar políticamente de una forma más decidida; pero, al reducir la cuestión catalana al ámbito estricto de las leyes, la ventaja del relato político se entrega por completo al nacionalismo.

Suceda lo que suceda en estos próximos meses, el futuro inmediato de España sólo se puede contemplar con cierto pesimismo. La economía se recupera con fuerza, impulsada por las corrientes favorables; sin embargo, el malestar general sigue deprimiendo el ánimo de la sociedad. La debilidad parlamentaria, el goteo incesante de la corrupción, la mera gestión burocrática del día a día, la falta de discurso son cuestiones recurrentes a las que no se les puede dar la espalda. El populismo constituye una realidad en la calle y debe ser combatido si no se quiere que, en poco tiempo, se convierta en mayoritario. Y eso exige leyes mejores e instituciones más eficaces, por supuesto. Pero también palabras, discursos y hechos.

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