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Eduardo Jordà

El tío Joan

Ayer me enteré, por sorpresa, de la muerte del pintor Joan Riera Ferrari. "Ha muerto el tío Joan", me dijo mi madre. "Estaba muy enfermo pero no había querido decirnos nada. Ya sabes cómo era". Sí, claro, todos sabíamos cómo era "el tío Joan". Porque en nuestra familia, Riera Ferrari era "el tío Joan", así, sin más. Mi madre y él eran primos hermanos, y como nuestra familia no es muy extensa, el tío Joan de Manacor pasó a ejercer de tío carnal para muchos de nosotros. Fuimos afortunados, porque el tío Joan era esa clase de tío que uno sueña desde pequeño con tener en su familia.

Siempre sonriente, siempre afectuoso -y un punto rodeado de misterio-, el tío Joan se presentaba con una gran sonrisa y se despedía con otra gran sonrisa, y entre medio te contaba cómo había remontado el Nilo en una falúa rumbo a los templos de Abu Simbel, o el cordero marinado en agua de mar que se había comido la noche antes en la Confraria dels Tastavins de Manacor, o el retrato que le había pintado a Rafa Nadal y que el mismo Rafa Nadal fue a recoger al estudio del pintor, porque su familia no quiso que el artista se lo hiciera llegar en coche ("Així el varen educar, i per això ha arribat on ha arribat", concluía el tío Joan al terminar la historia). Y cuando se iba, el tío Joan abría mucho los brazos, nos envolvía en uno de sus cálidos abrazos -sólo alguien que había sufrido tanto de niño podía abrazar de aquella manera- y nos convocaba a una de sus maravillosas comidas en su casa de L´Auba: "Es pròxim pic, a L´Auba", nos decía, moviendo la cabeza de lado a lado, y entonces soltaba una de sus estentóreas carcajadas y se enrollaba la larga bufanda y se embutía en uno de sus abrigos multicolores de piel de cordero que había comprado en un crucero por el Adriático.

A mis hijos les fascinaba la casa que Joan Riera Ferrari tenía en las afueras de Manacor. Tenía tantos pasillos y escaleras y desniveles que uno se sentía perdido en un laberinto, y por todas partes había obeliscos egipcios, máscaras rituales, estatuillas africanas, cascos homéricos, lanzas oxidadas, joyas multicolores. Uno se metía en la piscina y no sabía si estaba en un templo egipcio o en un casino de Las Vegas, porque al tío Joan le gustaba una estética barroca que a veces bordeaba el kitsch más estrafalario (aunque él sabía siempre evitarlo). En cierta forma, aquella estética recargada y un tanto delirante era la forma en que combatía el dolor que sintió durante toda su vida por la temprana muerte de su madre. Porque a veces, en medio de una de sus charlas interminables, el tío Joan se quedaba callado de repente, inclinaba la cabeza y se ponía a mirar el suelo, absorto, perdido, encogido sobre sí mismo. Y entonces sabíamos que se había acordado de su madre, la tía Bàrbara, que murió cuando él tenía siete años y cuya desaparición le causó una herida espiritual de la que nunca llegó a curarse. Y todos aquellos obeliscos y cascos y estatuillas y máscaras -y todo aquel inmenso jardín repleto de esculturas masculinas con torsos y muslos y brazos torneados- no eran más que un medio de conjurar aquel dolor que nunca le abandonó y del que nunca se repuso. Allí, en su casa de L´Auba, Joan Riera Ferrari organizaba todos los veranos las fiestas de recogida de fondos para Llevant en Marxa. Allí recibía a sus múltiples amigos. Allí jugaba con su perrita Puça y daba de comer a los fieros perros que vigilaban su casa. Allí escuchaba sin parar las arias de Kiri te Kanawa o trabajaba en su estudio, donde pintó sin parar en cuadros de gran formato la costa de la Serra de Tramuntana que tanto le fascinaba. Y allí, sobre todo, ejercía el arte de la hospitalidad, que supo ejercer como muy poca gente que yo haya conocido.

? Ahora mismo miro uno de los cuadros que me regaló el tío Joan, un cuadro que pintó en Venecia, o más bien en los alrededores de Venecia, después de haber descubierto un cementerio de barcos que se pudrían en una dársena. Supongo que las circunstancias de ese descubrimiento -con quién fue a Venecia y quién les puso sobre la pista del cementerio de barcos- darían para una de esas historias interminables que el tío Joan nos contaba en L´Auba, pero lo importante no es eso. Riera Ferrari estaba obsesionado con los colores de tierra -los ocres, los anaranjados, los óxidos, las arcillas, los sienas-, y pocos artistas supieron darles vida con la pasión que él puso en su obra. Miro ahora su cuadro inspirado por un carguero varado en una dársena, y lo recuerdo hablando del agua color turquesa de Cala Bóquer o de un pastor nubio que tocaba la flauta por las noches, cuando la falúa atracaba a las orillas del Nilo y todos los tripulantes dormían alrededor de una hoguera. Y de pronto me doy cuenta de que hay una Mallorca que ha quedado preservada para siempre en los cuadros de Riera Ferrari. Y esa Mallorca, pase lo que pase, no podrá desaparecer jamás.

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