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Columnata abierta

Por qué está de moda insultar a periodistas

Hace unas semanas me relacionaron sentimentalmente con una conocida política de Balears. En realidad el rumor tenía más morbo. Lo que se me atribuyó fue una tórrida escena con la señora en uno de los bares más concurridos de Palma, a la vista de todo el mundo. A estas alturas de la vida la noche aún nos puede confundir, claro, pero no tanto como para montar un numerito en público con una mujer cuyo rostro aparece en los periódicos cada día. Por supuesto, quienes me conocen un poco y escucharon la historia no le dieron crédito, pero eso da igual. La fábula corrió como la pólvora en poco tiempo entre esos pequeños círculos ociosos que no dejan de mirarse el ombligo, o la bragueta. Todo muy frívolo y divertido, salvo por el daño gratuito causado a terceras personas. El autor del bulo infame fue un periodista de un medio en el que colaboro, allí presente, que relató el lunes en su redacción haber asistido en directo a una versión de la película Nueve semanas y media, pero en la barra del bar.

Y luego está Twitter, que es el terreno de juego perfecto no sólo para el improperio libre, sino también para la insidia, el conato de engaño, la insinuación tóxica del cobarde que amaga y no da. Yo en ese juego no entro nunca, porque es una pérdida de tiempo y siempre ganan los que no tienen escrúpulos. Sucede que, en ocasiones, el infundio lo escribe alguien que por su profesión puede gozar de una pátina de credibilidad. Los lectores del tuit pueden pensar que esa persona sabe más de lo que escribe. Es un clásico de las redes sociales: que el tonto parezca inteligente, y el que no tiene pajolera idea aparente estar bien informado. Tras una de mis apariciones en televisión, un tuitero sensato preguntó a qué me dedicaba y otro le contestó con una ristra de inexactitudes, para finalizar con una frase maledicente insinuando turbias ocupaciones que mantenía ocultas. El autor del tuit también fue un periodista de un medio en el que colaboro. Yo soy muy comprensivo con las estupideces de Twitter. La inmediatez y brevedad del tuit pueden conducir al más cabal a escribir una majadería para hacerse el interesante. Por eso, durante dos semanas traté de ponerme en contacto con el redactor a través de compañeros y responsables del medio, pero no quiso dar la cara. Según se me trasladó, el argumento para su negativa fue que "es mi cuenta personal de Twitter y escribo lo que me da la gana". La pregunta es obvia: con estos antecedentes, ¿puedo fiarme de las informaciones de estos dos periodistas sobre cualquier otro asunto?

He querido contar dos ejemplos que me atañen para que no parezca que toco de oído. Y además relacionados con dos medios de comunicación que conozco bien y que obviamente considero serios, para que no se diga que disparo sobre la competencia. Porque de este pecado no se libra nadie. Es importante el matiz sobre la seriedad de los medios. No estamos hablando de haters habituales en las redes, ni de portales digitales dedicados a generar fakes. Y tampoco procede generalizar. La inmensa mayoría de periodistas que conozco son conscientes de su responsabilidad, y de la repercusión de sus palabras dentro y fuera del lugar de trabajo. Pero tampoco creo que la mayoría de políticos se dediquen a delinquir dentro o fuera de sus despachos, y el colectivo tiene peor imagen que los traficantes de armas. Sin una ética de la responsabilidad individual decae cualquier critica generalizada. No mientas demasiado, respeta al prójimo y paga razonablemente tus impuestos antes de sacar el lanzallamas. Por eso a menudo es tan útil poner el foco en los pequeños gestos, y emprender el análisis desde lo micro a lo macro, de lo local a lo global.

Hace diez días Donald Trump ofreció su primera rueda de prensa tras vencer en las elecciones a la presidencia de Estados Unidos. Fue algo memorable. La mejor crónica periodística no hace justicia a la realidad de su intervención. Resulta imprescindible escuchar el audio original para valorar en su justa medida lo que ocurrió. A punto de ser investido como el hombre más poderoso del mundo, Trump se enzarzó a gritos con varios periodistas, los insultó, se negó a contestar las preguntas más incómodas y dio unas cuantas lecciones sobre ética a los medios presentes. Fue un espectáculo portentoso, y además reincidente. Trump se comportó exactamente igual durante el largo periodo de campaña electoral, y ganó. Dicho de otro modo: este déspota insiste en su zafiedad porque a millones de votantes les encanta este trato despectivo y vejatorio hacia los periodistas.

De Trump queda poco que decir. Quizá insistir en que los periodistas en un régimen de libertades tienen la obligación de hacer precisamente las preguntas que los políticos no quieren responder, y que eso no debería suponer un acto de heroicidad. Pero más allá de la falta de espíritu democrático del personaje, cabría preguntarse por qué ese abuso de poder encuentra comprensión entre una parte tan importante del electorado. Hoy la credibilidad de los medios de comunicación, como la de los políticos o las empresas, está sometida a un escrutinio como no habían soportado nunca, porque las posibilidades de rebatir la veracidad de una información son muy superiores a las del pasado. Ello exige unos códigos de buenas prácticas en las empresas de comunicación más exigentes, y la capacidad de disculparse cuando se comete un error sin hacer de ello un drama o una cuestión de honor. Pero nada de esto será suficiente si no preexiste una actitud moral del periodista frente a su profesión, y una capacidad para separar las manzanas sanas, la mayoría, de las podridas, que contaminan toda la caja y dan alas a estrategias tan peligrosas como la de Trump.

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