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¿Qué profilaxis contra el terrorismo?

Parece propio considerar, siquiera metafóricamente, el terrorismo islamista como una grave enfermedad infecciosa y por tanto contagiosa, responsable de millares de muertes y cuya profilaxis y tratamiento no han superado la fase experimental, de ensayo, entre la impotencia de presuntos expertos y potenciales víctimas.

La génesis y propagación del mal responde a motivos varios. El frecuente terrorismo de Estado, por parte de occidente, no es ajeno a las mutaciones (el irracional fanatismo) ocurridas y, aunque no puedan considerarse la regla en un colectivo de 1.200 millones de islamistas, son suficientes para convertirse en pandemia capaz de afectar a cualquier país. Uno de los últimos brotes, en Niza, se saldó con 85 muertos y cientos de heridos, sin que valga, a tenor de lo visto allí o poco antes en París, optar por el aislamiento y la vacunación masiva. Después Berlín, Estambul? La radicalización que transforma a un ciudadano en agente mortal la expresión del odio como vía hacia el Paraíso, no ocurre sólo en los países dominados por el Estado Islámico (EI), porque algunos responsables de las masacres en París eran franceses incluso por nacimiento.

Ante una patología (esa radicalización que en su culminación ha de empaparse en sangre) impermeable al diálogo, cual ocurre siempre con las creencias y los apriorismos, prevención y terapéutica son, cuando menos a medio plazo, intervenciones insuficientes por parcelares. El extremismo religioso, ajeno a la ética lo cual no es por cierto cosa de hoy y baste con recordar a la Inquisición es de imposible solución mediante la palabra. En los próximos años, la razón seguirá asistiendo a Pascal cuando afirmó que "si la nariz de Cleopatra hubiera sido más pequeña, el aspecto de la tierra entera habría sido otro". El caso es que la napia del EI no ha podido cercenarse, las cosas son así y a día de hoy esa enfermedad, más o menos larvada, está presente aquí y allá; actuar con contundencia en origen es algo parecido, como apuntó Jorge Vestrynge, a dar una patada al hormiguero porque, a mayor acoso, mayor es el ansia de una venganza que ya anida en algunos de los que llevan años entre nosotros y que aumentará en virulencia si llegaran a verse, ellos o sus inspiradores, contra las cuerdas. Por eso es plausible que la sinrazón se haga, incluso aquí, más frecuente en años venideros y, para quienes están dispuestos a sacrificar sus propias vidas con tal de llevarse otras por delante, la matanza es más fácil por estos lares.

Con estas premisas, ¿qué hacer para fomentar un futuro de convivencia entre distintos? Claro que la política antiterrorista habrá de ser concertada y de ámbito internacional porque nadie, y tampoco España aunque se argumente de la experiencia previa con ETA, pero sus miembros no contemplaban la inmolación como parte de sus planes, dispone de una vacuna con garantías y como explicitó el ministro francés Valls, tras el suceso de Niza, "el terrorismo será nuestro día a día durante mucho tiempo", lo que sin duda puede hacerse extensivo a todo occidente. Controlar el tráfico económico con y entre países musulmanes, desde Arabia Saudita a la Turquía de Erdogan, se revela imprescindible para limitar ese proceso infectocontagioso y, en cada país, velar hasta donde sea posible por la seguridad de sus ciudadanos sin que ello suponga un atentado a las libertades, en la base de nuestras democracias, supondrá un reto plagado de dificultades, porque el fundamentalismo que nutre las acciones de los asesinos puede contagiar, en alguna medida y como efecto secundario, las actitudes de sus presuntas víctimas.

No hay duda de que, entre los inmigrantes procedentes de países con presencia del EI, pueden caber muchos de los potenciales asesinos, pero, ¿cómo identificarlos sin lesionar a un tiempo libertad y dignidad de una mayoría inocente? En el extremo, la prevención podría ahondar las diferencias entre el "nosotros" y un despectivo "ellos", lo que daría un peligroso jaque a la tolerancia, a la deseable integración y, en resumen, al mantenimiento de los principios democráticos que son precisamente los que nos legitiman por sobre la barbarie. Apelar a la unidad democrática como se viene haciendo, y fomentar a un tiempo la exclusión de un determinado colectivo por procedencia y linaje, sería una decisión hipócrita y un tratamiento de brocha gorda, con el añadido práctico de que la consiguiente marginación es sin duda, y como ha quedado demostrado, una espoleta más para la violencia.

Para concluir y frente a la plaga, insecticidas varios en origen y destino, anticuerpos policiales y, por sobre todo ello, educación que favorezca la integración, aunque no debamos echar en saco roto la opinión de Sam Harris, el filósofo de Stanford: tal vez el futuro del mundo (a más de la nariz pascaliana), pase porque las religiones tengan los días contados. Difícil pero, inmersos como estamos en una amenaza que va para largo, no estaría de más pensar en ello.

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