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Antonio Papell

Sí a la reforma constitucional

No parece aventurado afirmar que el conflicto catalán, hoy inflamado, remitirá muy difícilmente si desde la otra parte -es decir, desde el Estado- no se adopta una actitud dialogante y constructiva, encaminada por utilizar unas palabras recientes del constitucionalista Muñoz Machado a "consensuar una gran reforma, que mejore lo establecido, recree la legalidad constitucional, fortalezca las instituciones y rearme a los políticos y a los ciudadanos con nuevas ilusiones".

La Constitución de 1978, toda ella improvisada con las mejores intenciones, acertó a canalizar unas tensiones que venían de antiguo, que no se habían resuelto durante el período republicano y que no estaban definidas completamente, por lo que hubo que tantear las diversas soluciones posibles hasta introducir un modelo de apariencia provisional, el del estado de las autonomías, que ni siquiera quedó dibujado del todo en la Carta Magna, que se limitó a describir en el Título VIII el procedimiento que debía seguirse para materializarlo. El proceso ulterior, tras el golpe de Estado de 1981, aunque abortado parcialmente por el Constitucional, fue de "armonización", es decir, de relativa recentralización y de igualación de competencias, a excepción de los territorios forales, una modalidad a la que no quiso adherirse la Cataluña de entonces.

Lo evidente es que en Cataluña existe un potente movimiento independentista que reclama la autodeterminación -el 'derecho a decidir', y que, según las encuestas y los pasados resultados electorales, equivale cuantitativamente al sector no independentista. Las reclamaciones están siendo contenidas por el Gobierno mediante apelaciones al Tribunal Constitucional, pero esta no es la solución porque, como acaba de recordarse, dicha institución, en una de las primeras sentencias sobre el particular, dejó claramente sentado que "corresponde a este órgano asegurar que se respeta el orden constitucional pero "son los poderes públicos y muy especialmente los poderes territoriales que conforman nuestro Estado autonómico quienes están llamados a resolver mediante el diálogo y la cooperación los problemas que se desenvuelven en este ámbito". En otras palabras, la crisis actual no se resolverá judicializándola sino emprendiendo la vía del diálogo y la negociación.

La reforma podría encarrilarse de distintas maneras, todas con sus ventajas e inconvenientes. La vía federal permitiría mayores cotas de autogobierno a los entes federados pero no es del agrado de los soberanistas y crearía problemas en los territorios forales, que ya tienen su propio régimen. Cabe asimismo otorgar a Cataluña un estatus especial mediante una nueva disposición adicional a la Constitución semejante a la primera, que declara que "la Constitución ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales" (esta es la solución preferida por algunos constitucionalistas de prestigio como Herrero de Miñón). Podría finalmente ensayarse algún elemento confederal que resolviera los problemas semánticos que también aparecen insidiosos en esta clase de asuntos. Evidentemente, cualquier decisión que se adopte debe incluir una reforma del Senado, hoy una cámara inútil y que debe servir precisamente para dar consistencia y coherencia interna a la organización horizontal del Estado.

Sea como sea, parecería lógico que este arranque de legislatura se inaugurase mediante la creación de una comisión parlamentaria para la reforma constitucional y la reforma del modelo de organización territorial, en que los diputados pudieran convocar a los expertos en la materia e iniciar un debate abierto hasta conseguir un amplio acuerdo audaz y prudente a la vez. La actual pluralidad de la cámara baja debería facilitar esta empresa, que es evidentemente imposible cuando aparecen mayorías absolutas dispuestas a hacer valer en exclusiva su propio criterio.

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