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Cincuenta millones de niños

Entre los libros del socialista utópico francés Charles Fourier (primera mitad del XIX) llama la atención un opúsculo inefable que dedicó a la educación infantil en el marco de los "falansterios", término que contrae las voces "falange" (ejército en griego, tropa en marcha) y "monasterio". En aquellas comunidades cerradas y cooperativistas, con población máxima de 1.600 individuos cada una, los niños recibían especial cuidado. Fourier creía básicos para su formación los buenos alimentos y el disfrute de la ópera. Todas las experiencias fracasaron pronto, salvo en algunos países receptores de emigración que ensayaron los falansterios como comunidades ideales para los desplazados. Tan solo duraron un poco más.

Si hoy día, dos siglos después, levantase Fourier la cabeza, probablemente pensaría en el suicidio. Según la UNICEF, nos interpelan cincuenta millones de niñas y niños desplazados de sus hogares y expuestos a los traumas que generan vidas fallidas. Más allá del número, la noción es mentalmente inmensurable. La recomendación operística nos parece excentrica, pero la alimentaria no lo es menos en la realidad que obstruye el criterio mismo de educación, y hasta el de integración elemental en ámbitos familiares. Si todos los que huyen del hambre, las guerras y el desprecio de la condición humana merecen acogida en las sociedades desarrolladas del mundo, los niños tienen prioridad absoluta. Pero son los primeros en morir.

El soñador Fourier creía que la armonía del universo se refleja en la armonía del alma humana, cuya innata bondad necesita aislarse de los errores y los vicios sociales. Angela Merkel, la conciencia más abierta y solidaria con la diáspora hacia Europa, acaba de ser castigada en su land natal por el voto antimigratorio de una ciudadanía que ni siquiera tiene refugiados.

Esta es la realidad de una cultura tan avanzada como se quiera, pero replegada en el egoísmo y el miedo. Si cincuenta millones de niñas y niños sin patria ni familia no bastan para abrir conciencias, está claro que la armonía universal y la individual no son más que alucinaciones, cosa por demás sabida pero más sangrante y desalmada que nunca.

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