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Velos y desvelos

Los pretendidos progresistas dicen defender el derecho a llevar velo o a embutirse en esa prenda de baño denominada burkini. Se muestran sumamente sensibles al respecto. Su postura, tan delicada en relación a los fundamentalistas, parece mucho más preocupada por lo que puedan sentir unas mujeres veladas o en burkini, tumbadas en las playas de Europa, que las miles y miles de mujeres que arriesgan su salud y, de paso, su vida en esos países en los que rige ese tipo de mandato, absolutamente infame. No olvidemos las masacres perpetradas a mujeres que se resisten a cubrirse el rostro, la cabeza o todo el cuerpo, todo para que el hombre no se sienta provocado por semejante atrevimiento. Lo más fácil, sin duda, sería tolerar esa prenda en las playas europeas y en los lugares públicos, pero hay que detenerse un poco y pensar sobre el significado de esa prenda. Lo que duele es que este progresismo banal parece más afectado por lo que pueda sucederles a esas mujeres veladas en alguna cafetería de París, según ese progresismo, víctimas del colonialismo occidental, que a esas mujeres que malviven enclaustradas y sometidas a las más miserables condiciones de vida. De una vida irrespirable. Pasando por alto esto último, uno se sitúa en un plano parcial, miope, del todo vergonzoso. Obvian, por ejemplo, y ejemplos hay demasiados, a esas doscientas mil víctimas de la década negra, allá por los años 90, que vivió Argelia. Mujeres que fueron asesinadas por esos puritanos radicales, por la sencilla razón de que esas mujeres se resistieron con firmeza y coraje a vestir como ellos, los hombres fundamentalistas, les obligaban a vestir. Silenciar estos acontecimientos viles no deja de ser, por decirlo con suavidad, una forma de asimetría y discriminación. Sobre todo, si además de silenciar estos sucesos y ese trato que aún perdura en muchos países musulmanes, se vocea con un megáfono que en las playas de Occidente unas mujeres con velo o burkini son molestadas verbalmente. La comparación es ya odiosa.

Ahora bien, tampoco podemos ni debemos olvidar que existen muchas mujeres que están encantadas de vestir esos atuendos o, por lo menos, defienden a capa y espada su uso. Consideran que su deber es conservar esa tradición y que, paradójicamente, su libertad consiste en poder vestir esa indumentaria en el corazón de Occidente y de países, en concreto, laicos. Y aquí el término libertad patina y se nos va de las manos, como una pastilla de jabón escurridiza. En efecto, son mujeres que exigen libertad para exhibir su esclavitud, sus cadenas, su anulación y también su extremo pudor, que todo puede ser. Sin duda, aunque suene paradójico, se trata de una provocación que proviene de una zona que no esperábamos. Es el oscurantismo tomando el sol en nuestras playas. Si a ellos les provoca la piel o el cabello al viento de las mujeres, a nosotros nos descoloca la visión de una mujer con su chador o con su niqab, un atuendo negro que cubre todo su cuerpo hasta los pies, con una rendija para que ella pueda, por lo menos, ver.

En vista de los años de relativismo cultural que, en su peor versión, hemos mamado y que, de algún modo, nos han hecho avergonzarnos de nuestro pasado colonialista y que, de rebote, nos ha llevado a creer que mostrar firmeza en nuestros principios es sinónimo de imposición o de fascismo, vamos divagando y confundiéndonos, no sea cosa que nos tomen por islamófobos. Sin duda, los atentados y la amenaza constante del terrorismo han logrado que tengamos los nervios a flor de piel. De alguna manera, es hora de sacudirnos este complejo de seres privilegiados y dejar de pedir perdón por existir. Pues nos mostramos muy concienciados por el destino de estas mujeres que exhiben sus prendas esclavistas en las playas de Niza o Lloret de Mar, mientras que dejamos de lado a la multitud de mujeres que siguen luchando contra esa infamia de sentirse cada día inferiores a un camello. Si los progresistas de salón y discurso miope no se dan cuenta de lo patético de su postura es que, o bien son torpes o bien malintencionados. Si, como dicen, es una cuestión de elección, más vale que nos fijemos en las mujeres que desean elegir quitarse el niqab o el burka, y no pueden, y menos en estas mujeres instaladas en Occidente y que eligen calzarse un burkini. La diferencia es dramática, insultante para las primeras, las que quieren deshacerse de una prenda que ellas consideran una humillación. La diferencia, ya digo, ofende. Las primeras, se juegan la vida. Las segundas, una reprimenda, pero también el apoyo incondicional de esos progresistas de bata y babuchas que, raudos y veloces, proclamarán las bondades del multiculturalismo sin levantarse del sofá.

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