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La vía canadiense

Al año de comprar mi primer coche me lo robaron. Aquella mañana de finales de junio caía un sol de justicia, pero estuve buscándolo durante una hora por una acera de Alicante antes de poner la denuncia en una comisaría cercana. Permanecí inmóvil delante del hueco donde lo había dejado la noche anterior, como esperando un prodigio que me devolviera el vehículo. El milagro se produjo dos días después. El Ford Fiesta apareció en la otra punta de la ciudad sin apenas desperfectos. Lo había tomado prestado un chaval de quince años, viejo conocido de la Policía a pesar de su juventud. Cada cierto tiempo el chico se fugaba de un centro de menores para echar unas carreras con otros colegas, hasta que agotaba la gasolina del depósito. Mi modelo era uno de sus favoritos. Cuando llegué los agentes me pidieron que comprobara lo que faltaba: todas las cintas de música, dos pares de gafas de sol, mi jersey preferido, un par de botas de fútbol nuevas? y nada más. En el maletero permanecía intacta una bolsa llena de libros de Derecho. De su interior asomaban varios manuales de civil, mercantil y procesal, como diciéndome: tranquilo, ya pasó, aquí seguimos y nunca te abandonaremos. En aquella época yo albergaba algunas dudas sobre mi futuro profesional ejerciendo la abogacía. Por eso interpreté aquello como una señal divina: aquel era mi camino. Pero me equivoqué, como tantas veces.

A Richard Ford le han concedido el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2016. Huérfano desde los dieciséis años, cuando era un adolescente también robaba coches para hacer carreras, y su madre tuvo que enviarlo a vivir con sus abuelos para tratar de enderezarlo. La cosa se recondujo, y comenzó a estudiar Derecho. Pero lo mejor fue que a él también le robaron el coche con todos los libros de la carrera dentro. Ford estaba decidido a ser abogado, pero nunca recuperó sus manuales y decidió ponerse a escribir. Medio siglo después es uno de los grandes talentos de la novela americana. De sus coetáneos sólo Philip Roth está por encima de él, y se codea al nivel de Don de Lillo, John Irving, Thomas Pynchon o John Updike. Cuando hace un par de años leí en una entrevista la anécdota del robo de sus libros de Derecho contada por él mismo, por un momento deseé que el otro Ford -mi coche- no hubiera aparecido nunca, y que con él se hubieran esfumado de mi mente toda la teoría de los contratos, el derecho de sucesiones, la suspensión de pagos y el procedimiento de habeas corpus. Pero el azar quiso que mi coche apareciera cerca porque no debía llevar mucha gasolina en el depósito, y el joven Fitipaldi no tuvo interés en mis libros ni siquiera para encender por aquellas fechas una hoguera de San Juan.

Mi descubrimiento de Ford fue tardío. Sin embargo, creo que Canadá está entre las cincuenta mejores novelas que he leído nunca. Ford es disléxico, y dice que esa tara le ayuda porque le hace escribir lento. Yo no conocía ese defecto antes de leer sus primeros libros, pero ahora pienso que esa parsimonia se intuye en sus historias, en sus descripciones, en el ritmo de sus relatos. Canadá es el sueño americano -una expresión europea- escrito sin triunfalismos, una historia sobre el desarraigo y la pérdida de la inocencia, que sin embargo reivindica la búsqueda de la felicidad y las segundas oportunidades. El protagonista adolescente cruza la frontera entre Estados Unidos y Canadá en una furgoneta. Ford cree que "las experiencias físicas son las más profundas" y su chico viaja de Montana a Saskatchewan flotando mentalmente en un espacio inmenso que pacifica su alma, y al mismo tiempo la perturba. La descripción lenta de una extensión natural tan grandiosa elimina los límites físicos, disuelve de tal forma la medida humana que hace desaparecer la frontera política, la que trazan los hombres. Ford nos transporta en aquellas páginas oliendo las nubes y la tierra húmeda, y esa extensión inabarcable nos enseña que los límites no son precisos, tampoco para el ser humano.

La frontera entre el orden y el crimen puede ser tan caprichosa como las rayas en un mapa. Es difícil encontrar un comienzo tan arrollador y poderoso como el de Canadá. En su primera línea Ford anuncia el atraco que cometieron unos padres normales. En la segunda avanza los asesinatos que cometieron después, y las consecuencias sobre las vidas de sus hijos. La línea es muy delgada. Cualquiera puede ser un criminal, y es difícil dar marcha atrás para salir de la espiral que lleva de un delito a otro. Richard Ford lo consiguió, pero sabe que tuvo suerte. He recordado el artificio humano de las fronteras, y esa azarosa separación entre la normalidad y la fechoría, al escuchar al líder del PSC, Miquel Iceta, proponer la "vía canadiense" para resolver el conflicto de Cataluña, una tierra donde algunos quieren levantar una empalizada virtual, y hombres que hasta ayer se conducían con la diligencia de un buen padre de familia comparecen hoy ante los tribunales por saltarse las leyes de todos, también las suyas.

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