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José Carlos Llop

Vida y destino

En la película Enemigo a las puertas aparece Jruschov, antes de que fuera conocido políticamente en Occidente. La película de Jean Jacques Annaud -el director de En busca del fuego o El nombre de la rosa- trata de la batalla de Stalingrado y en ella Jruschov obliga a que el general al mando de las tropas soviéticas se suicide por inútil y convierte en héroe del pueblo -la necesidad de la propaganda- a un certero francotirador de los Urales -Vasili Záitisev- encarnado por Jude Law. A Jruschov -que había sido uno de los ejecutores de las famosas purgas de los años 30- lo ha mandado Stalin a la ciudad para que cambie el rumbo de la campaña, empantanada, y consiga echar a los alemanes. Pero cuando conocimos a Jruschov -que entonces, para nosotros, era Kruchoff o Kruchev-, la II Guerra Mundial hacía veinte años que había acabado y él era un tipo campechano que daba zapatazos en la tribuna de la ONU, mientras abría las puertas del Gulag siberiano y por las calles de las ciudades rusas aparecían como fantasmas los desaparecidos que no habían desaparecido del todo a manos de los verdugos estalinistas.

La muerte de Stalin fue un alivio para millones de soviéticos y la palabra alivio -leyendo sobre los años del terror- se queda tan corta, que da vergüenza emplearla. Tras ella Jruschov llegó al poder y dejaron de encarcelar a personas por escribir, pero no de secuestrar los originales -otra forma de encarcelamiento- antes de ser publicados e impedir, de paso, que lo fueran. Esto ocurrió con Vasili Grossman, el autor de Vida y destino y de Todo pasa, libros modélicos y apasionantes sobre la odisea humana bajo los totalitarismos nazi y soviético. Cualquiera que los lea caerá fascinado por la personalidad moral y la sensibilidad para la vida, de su autor. Y sin embargo hay Célines que se llevan la fama y otros que cardan la lana. Grossman escribió uno de los mejores testimonios de aquella época, pero no fue -no se comportó con la entereza de- Nadezha Mandelstam, ni Anna Ajmátova. Hablo de vida. Leyendo estos días a Todorov -uno de los pocos estructuralistas (Barthes es el otro) que aguantan y mejoran con el paso del tiempo- supe lo que no sabía que hubiera detrás de Grossman. Y es tremendo porque allí donde mires en el paisaje del totalitarismo comunista destaca, sobre todo, la miserabilidad, la conversión de la persona -por medio del terror practicado por el Estado durante tantos años- en lo peor de sí misma. Táctica, egoísta, cobarde o estratégicamente, pero lo peor. Con excepciones como las dos grandes damas nombradas, que resaltan, por contraste, lo común.

Grossman también es protagonista de la miseria, pero cambia gracias a Jruschov. Es una forma de hablar. Cambia -es decir, vence al miedo- cuando la causa de su miedo, Stalin, desaparece. Entonces se convierte -de verdad- en el autor de Vida y destino y de Todo pasa, pero tampoco puede publicarlas. Aunque al escribirlas, imagino, se produce una suerte de redención. ¿De qué? De su personaje anterior, al que no pondré adjetivos porque no se debe juzgar donde no se estuvo. Pero sí contarlo, como hace Todorov. La pregunta siempre es la misma y no tiene respuesta: ¿cómo nos habríamos comportado cada uno de nosotros? Nadie puede decir nada porque lo que ellos vivieron -por mucho que se conozca- es inimaginable. Tanto como fácil de desencadenarse de nuevo.

Veamos: en 1933 -cuenta Todorov- detuvieron a su prima Nadia, en cuya casa vivía cuando iba a Moscú y que tanto le había ayudado en sus inicios como escritor. Grossman, que ya pertenecía a la Unión de Escritores y disfrutaba de sus ventajas, no movió un dedo por ella. Ni siquiera hizo la pregunta :¿dónde está? Lo mismo que cuando detuvieron a dos novelistas que eran buenos amigos suyos. Silencio. En el 38 apresaron y ejecutaron a su tío, que le había pagado los estudios y protegido en su infancia y adolescencia. Nada: ni rastro de Grossman, suponemos que escondido en su casa. Un año antes había firmado una carta colectiva pidiendo la muerte para los dirigentes bolcheviques, encabezados por Bujarin, acusados de traición. Por supuesto tampoco apoyó al primer marido de su mujer, a quien acabarían fusilando en la cárcel, aunque sí intervino ante la policía política para la liberación de ella, que consiguió. Escribe Todorov: "la delación y la sumisión servil se habían convertido en un modo de supervivencia".

Todo eso duró, como dura y pervive siempre lo malo. En 1953 se descubrió la llamada 'Conjura de las batas blancas', un infundio antisemita del Partido Comunista que acusaba a varios médicos de origen judío de haber intentado envenenar a los dirigentes del Estado. En el periódico Pravda se celebró una reunión donde se redactó una carta en la que se exigía el castigo de los culpables. La pena máxima. Grossman, también judío, firmó esa carta porque creía -así se justificaba- que a costa de la muerte de algunos, "podría salvarse su infeliz pueblo" (sic). Seguiría con Todorov aportando datos, pero ya es suficiente.

Cómo puede uno salvarse de sí mismo en una situación así, es otro de los grandes misterios. La literatura salva, esto es un hecho. También es más fuerte que el Estado más fuerte: recordemos a Mandelstam memorizando sus poemas en el Gulag para después recitárselos a su mujer, que también los memorizaba y así han llegado hasta nosotros. Y después es lo único que queda: la de verdad -que acaba siendo la verdad: Vida y destino, por ejemplo, y Todo pasa- y la burocrática -miles de fichas e informes- que es una literatura miserable que relata el horror que ha provocado, con la frialdad de un sapo y el veneno de una cobra. Lo que resulta del hombre cuando desaparecen el ciudadano y la persona en favor de una idea encarnada en el Estado. Sólo la libertad del individuo asegura una sociedad libre. "Y la bondad, la búsqueda del bien" añade Grossman, que ya nunca pudo hallar en sí -escribe Todorov- la serenidad.

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