La nominación de Hillary Clinton como candidata del partido demócrata de los Estados Unidos a la presidencia del país, un jalón en la definitiva feminización de la política, marca un hito altamente significativo en la ardua carrera de la equiparación plena entre hombres y mujeres en nuestra sociedad occidental (en otros ámbitos culturales, la carrera está mucho más atrasada o prácticamente sin iniciarse todavía).
Norteamérica, comunidad mestiza y joven, está a la cabeza de la modernización prácticamente desde que contribuyó decisivamente a zanjar la Segunda Guerra Mundial enterrando las atávicas rémoras que aún lastraban la civilización y el progreso en Euroasia. En los últimos tiempos, ha marcado decisivos avances en el terreno de la igualdad, y la elección de un presidente negro, primero, y de una candidata mujer, después, extreman este viaje hacia la equiparación plena de toda la humanidad en un solo paradigma, en que el color de la piel, el sexo o la cultura ya no serán más motivo de postergación.
Quedan aún viejas reminiscencias de miedos y prejuicios ancestrales. La Iglesia católica, por ejemplo, reserva todavía al varón los roles más cercanos a la hipotética divinidad? Pero la inercia del mundo va en otro sentido y nada podrá resistirse al viaje inexorable hacia una sociedad sin otras fracturas que las socioeconómicas, que también habrá que ir cerrando antes o después.
