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Norberto Alcover

A los pies de los crucificados

Ignacio Ellacuría, asesinado hace años en El Salvador por practicar y defender la justicia que nace de la fe, convirtió en slogan una frase emblemática: "Hay que luchar por los crucificados de la historia, los nuevos crucificados de la historia, los nuevos crucificados, en quienes se mantiene las consecuencias del pecado humano, del egoísmo humano". Esta frase, ampliada y profundizada por su compañero de fatigas, el teólogo John Sobrino, acababa así: "Jesucristo ha muerto de una vez por todas y ya no necesitamos otro salvador, pero muchos otros siguen muriendo "en nombre de Cristo", incluso aunque ellos mismos ni siquiera lo sepan: son los nuevos crucificados, nuestro objetivo, y a sus pies debemos de estar, por lo menos para recibirles al bajarles de la cruz, la cruz de la humanidad doliente". Palabras que mantienen el olor sagrado de Kazantzakis, el griego ilustre, que nos legó una novela espléndida, de título Cristo de nuevo crucificado, y que desde aquí sugiero como posible lectura de estos días. Porque dice lo mismo que Ellacuría y que Sobrino, si bien en novela.

En una palabra, que Jesucristo ha muerto y resucitado para siempre, pero son muchos quienes siguen muriendo en ignominia semejante, porque la historia los ha marginado, golpeado, humillado, asesinado. Nosotros, creyentes, e invito también a los no creyentes, hemos de estar a sus pies, de rodillas, intentando bajar sus cuerpos de la cruz histórica y depositarlos en sepulcros nuevos, donde reposen en paz. Esta es la misericordia del papa Francisco, que se traduce en "obras de amor ejecutivo", práctico. Una capacidad que haríamos bien en pedírsela a José de Arimatea y Nicodemo, quienes bajaron verídicamente al Señor Jesús de su cruz, jugándose el tipo. Siempre, a los pies de los crucificados para bajarles de sus ignominiosas cruces, cueste el precio que cueste. Como Jesucristo hizo y hace con cada uno de nosotros. Y no hay otro camino para resucitar: la Pascua es misterio espacio temporal de muerte y de resurrección.

Previamente, Jesucristo se había despedido de sus amigos y amigas en una cena de despedida ritual judía, transformada en cena pascual cristiana. Y en ella, les había entregado el sacramento que funda la unidad eclesial, la Eucaristía, y en definitiva el instante más carismático de nuestra fe, porque se derrama el amor que es justicia, libertad y paz en la fraternidad. Fue durante aquella cena cuando, antes de comenzar, el líder admirado se quitó el alba, ciñóse una toalla, y en una palangana fue lavando los pies a sus amigos, para acabar de decir después "haced esto en memoria mía, porque el hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir". Pues el que ama, sirve. Menuda cena. Menudas palabras: "Voy a prepararos sitio". La promesa clave. Promesa de eternidad, de vida futura. El sueño humano. Inmediatamente después, salir para el Monte de los Olivos, y prepararse para la absoluta entrega, en libertad, a quien le había enviado, mientras sudaba agua y sangre de puro miedo. Hasta que el discípulo traidor, le besa y entrega al premartirio de todos los martirios. Y aparecen los comensales de nuestras cenas de encuentro y despedida, tan humanas y tan bellas. Y nuestros besos de traición, tan detestables. Y nuestras preparaciones camino del dolor y de la muerte. Estar junto a los que transitan por todo Getsemaní histórico, mientras los amigos dormitan?

Levantan la cruz y queda expuesto en el altar del mundo. Y nosotros con él, ¿nos dejamos exponer o huimos de toda exposición crucificada? Porque salimos corriendo de la responsabilidad, del compromiso, de la fidelidad, de la amistad pura y simple. ¿O no es así? Los crucificados en el crucificado, las agonías en su agonía, el sí definitivo en su sí definitivo, porque ya no hay vuelta atrás, que esto es lo más serio. Los hombres buenos, coherentes, sinceros, transparentes en cruces de la muchedumbre, en boca de todos, de medio en medio. Pobre gente. Solamente queda una sepultura nueva, ya citada. Y dos amigos sin miedo. Y el silencio terrible. El silencio del olvido. La piedra que se corre. El sepulcro de la bondad, de la verdad, de la belleza. Todo se acabó. Hasta la madre, una tal María nazaretana, perdía la esperanza. Se acabó.

"El resucitado trae el oficio de consolar", escribirá Ignacio. Y si es así. Si morimos al egoísmo con Cristo, resucitamos con él. Si nos dejamos invadir por la consolación de Jesucristo, resucitamos con él. Así, de muerte en muerte y de resurrección en resurrección, en nombre del Salvador, nos convertimos en "instrumentos de resurrección" para los crucificados de la historia. Y dejamos de ser "profetas de calamidades" en palaras de San Juan XXXIII, el bueno.

Feliz Pascua. Siempre a los pies de los demás.

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